Se acerca Halloween y también el lanzamiento de "13 Escalofríos" Así que, para ir abriendo boca, comparto con vosotros el primero de sus 13 relatos, "Noche de Cabaret".
Noche de
Cabaret
Las hojas secas correteaban empujadas por el viento a lo largo de
la solitaria calle, iluminada por la fría luz de las farolas. El caballero
paseaba con calma luciendo un caro bastón, traje negro y sombrero de copa. Sus
manos enguantadas colocaron su pajarita mientras se miraba en un escaparate y
después atravesó un pequeño parque hasta ir a parar a un barrio de calles
estrechas y bullicio constante.
Las gentes iban y venían de los clubs
nocturnos más exclusivos luciendo sus preciosos trajes estilo años treinta. El
caballero fue dejando atrás todo ese jolgorio hasta encontrarse frente a la
pequeña entrada del recinto. Un cartel luminoso, plagado de bombillas blancas,
rezaba: Kali Club. El hombre llamó con los nudillos y al instante se abrió la
puerta, el portero le saludó y le invitó a entrar con un gesto educado.
—Buenas tardes, Travis —saludó el
caballero quitándose los guantes y el sombrero para dárselos al portero.
—Buenas noches, señor.
El caballero le ofreció una propina y el
portero le dio las gracias, desapareciendo tras la puerta del guardarropa.
Apartando las rojas cortinas de
terciopelo, entró en el oscuro local lleno de humo. Aún no había comenzado el
espectáculo principal, pero la orquesta ya animaba el ambiente. Damas y caballeros
aguardaban sentados tomando martinis secos y cócteles de diferentes colores. El
caballero se dirigió hacia una de las mesas más cercanas al escenario y tomó
asiento junto a una joven de cabello negro y largas pestañas. Esta sonrió, y
apagando su cigarrillo en un cenicero de cristal le dio un beso, luego miraron
el escenario y se concentraron en la alegre música.
Las paredes del club estaban adornadas
con pinturas de dioses hindúes de numerosos brazos y serpientes de múltiples
cabezas. Al fondo del escenario, una figura de la diosa Kali, de vivos colores,
vigilaba desde su podio con feroces ojos, mostrando su larga lengua. Las luces
rojas la hacían parecer bailar entre llamas como si hubiera cobrado vida.
Los músicos se movían alegres al son de
sus propios instrumentos, lanzando miradas de complicidad al público. La
mayoría tocaban instrumentos de viento: trompetas, oboes, clarinetes... y luego
estaba la bella percusionista, ataviada con brazaletes y velos, como una
auténtica diosa hindú.
Cuando el local estaba a rebosar, las
luces se apagaron, la música cesó y lo único que se vislumbraba en la oscuridad
eran los brillantes ojos de la diosa Kali. Un oboe empezó a sonar; su melodía
era triste, melancólica, y un foco azulado como la luz de la luna alumbró una
figura enlutada que fue caminando hasta el centro del escenario, presentó sus
respetos a Kali, y después, deshaciéndose de la capucha de su hábito, descubrió
su rostro al público. Era un hombre de tez blanca, ojos profundos y melena
negra. Su figura larga y enjuta le hacía parecer de otro mundo y su mirada
recorría la sala escrutando cada rostro.
—Buenas noches —dijo con voz profunda— y
sean bienvenidos al Kali Club, santuario del misterio, del castigo y el terror.
El público guardaba un escrupuloso
silencio.
—Sepan, que de todos los mortales de la
ciudad, ¿qué digo de la ciudad? ¡De la tierra!, son ustedes los más afortunados
por estar aquí esta noche. Un gran espectáculo les aguarda, y nuestra diosa —dijo
señalando la estatua— les colmará de bendiciones. Para dar comienzo a la
velada, quiero presentarles a una singular jovencita llegada desde la mismísima
Calcuta. Les presento a ¡Nieve Kumar, La Princesa de los Mil Velos!
El foco se apagó y cuando volvió a
encenderse, sobre una alfombra en el suelo había una joven de no más de
dieciséis años. Se encontraba sentada y todo su cuerpo lo cubría un velo
blanco. La orquesta comenzó a tocar y ella se
desprendió de la tela blanca, mostrando su rostro y su magnífico vestido. La
música era alegre, pero al ver la cara de la niña, el público no pudo evitar
soltar una exclamación. Su faz era perfecta salvo su labio leporino. La joven
tomó el velo, moviéndolo con gracia, y durante su baile, sin moverse del suelo,
fue deshaciéndose de otros velos de colores amarrados a su cintura como si
fueran los pétalos de una flor, dejando al descubierto cuatro piernas
raquíticas y deformes. De cintura hacia arriba su cuerpo se contoneaba como la
más experta de las bailarinas mientras sus extremidades inferiores permanecían
quietas, inertes y lacias como si se tratara de los tentáculos de un pulpo
moribundo.
Cuando terminó la danza, los espectadores
le ofrecieron un dudoso aplauso mientras el presentador salía a escena.
—¡Nirve Kumar, señoras y señores!
¡Nuestra dama araña, Princesa de los Mil Velos!
Dos personas vestidas de negro y luciendo
un bombín, tomaron a la bailarina, y sentándola en un carricoche, la sacaron de
escena mientras saludaba con la mano. Los focos de colores se apagaron y se
volvió a encender la luz azul, el presentador carraspeó y después sonrió a la
concurrencia.
—A continuación les mostraremos algo más
peligroso, pero no tengan miedo, la seguridad está por encima de todo.
¡Disfruten pues de las artes de Hakim!
El público aplaudió y la escena se
iluminó de rojo. Un hombre alto salió a través de las bambalinas, era muy
moreno, con una barba de chivo y un turbante inmaculado. Sus pantalones
bombacho a juego con su chaleco azul le hacían parecer un personaje de Las mil
y una noches. Sus pies descalzos
anduvieron sobre el escenario hasta una mesa sutilmente escondida en un
extremo, y en cuanto la música dio comienzo Hakim prendió dos varas y empezó a
escupir fuego como un auténtico dragón. Otras veces apagaba las varillas con su
boca o hacía malabares con ellas, creando círculos de fuego en el aire. Después
pasó del número del tragafuego al del faquir, clavándose larguísimas agujas en lengua,
mejillas, cejas, nariz, incluso párpados, sin derramar una sola gota de sangre.
El caballero de la primera fila aplaudía
fascinado mientras su joven acompañante se tapaba los ojos sin poder evitar un
escalofrío.
—¡Es fascinante! —decía él.
El resto del espectáculo fue tornándose
cada vez más esperpéntico. Al faquir le siguieron unas hermanas siamesas
contorsionistas, un enano ventrílocuo y un monologuista con elefantismo, con el
cuerpo monstruosamente deforme, haciendo chistes sobre sí mismo mientras el
resto se desternillaba de la risa. La mujer que acompañaba al caballero estaba
cada vez más pálida y él tuvo que detenerla en dos ocasiones antes de que
saliera corriendo de allí.
—¡Es algo único! ¡¿Y tú quieres
perdértelo?!
Cuando el espectáculo terminó, la joven
fue la primera en salir por la puerta mientras el caballero corría tras ella,
poniéndose apresuradamente la chaqueta y el sombrero.
—¡Vamos Nina! No ha estado tan mal.
Ella siguió golpeando el suelo con sus
tacones a cada paso.
—¿Por qué te disgustas? Ha sido muy
pintoresco.
—No, Jack, ¡ha sido cruel! —dijo dándose
la vuelta.
—¿Cruel? Esas personas también tienen
derecho a vivir del mundo del espectáculo.
—¡No viven de eso, viven de las burlas de
los espectadores! ¡Es repugnante!
—Yo no me he burlado —se defendió él.
—¡Claro que sí, te has reído!
—Bueno, la mayoría eran números cómicos.
Nina negó con la cabeza y siguió
caminando. Jack era una de esas personas que no entendía la palabra empatía.
¡Venga, Nina. . .!
Ella le miró con el rostro encendido.
—Me gustaría verte en su pellejo, ¿sabes?
Él dibujó una sarcástica sonrisa,
sabiendo que eso no ocurriría en la vida.
—Eres un desalmado.
Y se alejó entre el gentío de la calle.
«En fin, otra más para la lista negra»,
pensó.
De camino a casa volvió a pararse en el
mismo escaparate a retocarse la pajarita y guiñarse un ojo a sí mismo. Las
mujeres no entendían su visión de la vida. Él intentaba hacerlas ver que
siempre habrá ganadores y perdedores, ricos y pobres, guapos y feos, y él era
un compendio de la perfección en sí mismo. No entendía entonces por qué las
chicas huían escandalizadas de su lado.
Al entrar en su ático y encender las
luces, se recreó en la vitrina de trofeos de billar. Siempre que tenía ocasión,
presumía de sus dones con el taco, era realmente bueno, pero su obsesión
también le hizo perder alguna que otra pareja. «Envidia», pensaba siempre.
Tras ponerse su pijama de seda gris y
tomarse una última copa disfrutando de las vistas de la ciudad, se fue a la
cama como quien ha tenido un duro día de trabajo. Realmente no le importó estar
solo, compartir su cama le resultaba incómodo. La brisa otoñal soplaba
golpeando los cristales en un ir y venir y eso hizo que su mente se fuera
sumergiendo en un profundo sopor. El sueño pronto se apoderó de él y le
arrastró a su mundo.
En esa misma casa, al otro lado de la
realidad, alguien llamaba a la puerta, tres toques y paraba, otros tres toques
y paraba. Le resulto extraño que, fuera quien fuera, no usara el timbre. Fue
hasta la puerta y miró por la mirilla, pero no vio a nadie. Cuando ya se
disponía a volver a la cama, otros tres golpes volvieron a sonar. Jack dudó un
segundo, pero finalmente abrió la puerta. Al principio no podía creer lo que
veía, luego trastabilló y cayó al suelo. Ante él había una mujer de piel azul,
pelo negro y ojos terroríficos, que le miraban con gesto amenazante. En uno de
sus cuatro brazos portaba un tridente y su macabra vestimenta estaba compuesta
por calaveras en su cintura y miembros amputados formando una falda. La diosa
Kali le observó y avanzó hacia él a grandes zancadas, abriendo la boca y
sacudiendo su larga lengua. Sus pupilas se tornaron rojas y un profundo aullido
salió desde su abdomen envolviendo a Jack en aquel aterrador sonido. Se tapó
los oídos y cerró los ojos con fuerza, esperando que al abrirlos aquella imagen
hubiera desaparecido, pero no funcionó, y ahora la diosa acercaba su hercúleo
brazo hasta agarrarlo por el cuello y elevarlo por encima de su cabeza. Sintió
cómo sus uñas se le clavaban en la piel y la sangre corría cuello abajo
mientras intentaba respirar desesperadamente, al tiempo que los dedos le
aprisionaban con cada vez más fuerza hasta perder el sentido.
Cuando despertó lo hizo con un alarido,
bañado en sudor y los puños cerrados. Corrió al baño y se miró al espejo, en su
cuello no había ni una solo marca, sin embargo el dolor había sido tan real...
A la mañana siguiente, Jack se fue a
trabajar. Lo hacía en una oficina de seguros, siendo el vendedor número uno de
toda la compañía, cosa que no dejaba de restregar en las narices a cualquiera
que estuviera por debajo de él, es decir, a todo el mundo. Pero ese día acudió
a su puesto con un aire inquieto, su rostro mostraba unas profundas ojeras y no
hacía más que llevarse una mano al cuello y frotárselo como si algo le hubiera
picado.
En el primer descanso corrió al baño, se
mojó la cara y volvió a revisar su reflejo cuando vio algo que antes no estaba
ahí. En su piel, justo por donde la monstruosa diosa le había agarrado, le
estaban creciendo unas pequeñas escamas de color grisáceo. Asustado y con mano
temblorosa, las tocó con la punta de los dedos; eran viscosas y suaves y sintió
un escalofrío recorriéndole la espalda. Se acercó más al espejo para verlas
mejor y arrancó con fuerza una de ellas, a la vez que soltaba un pequeño grito
de irritación, viendo como se había levantado la piel y un hilo de sangre caía
por su cuello, manchándose la camisa. Buscó algo de papel y se la secó con
premura.
¿Qué le estaba sucediendo? ¿Sería una
enfermedad?, ¿Se la habrían pegado los freaks
del cabaret?
Cuando su jornada terminó, fue el primero
en salir por la puerta, rodeando su cuello con una bufanda de franela blanca.
Ni siquiera se despidió del resto, que lo miraban extrañados pues casi siempre
les apremiaba para quedarse a tomar unas copas al salir de la oficina. Al
llegar a casa y quitarse la bufanda comprobó espantado que no solo la herida se
había regenerado, sino que las escamas se iban extendiendo, y no solo por el
cuello, también por el pecho, la espalda y los brazos.
Corrió entonces a por sus cosas para visitar
a su médico de confianza, pero justo cuando estaba a punto de salir por la
puerta cambió de opinión y decidió telefonearle para que acudiera a su casa. No
podía arriesgarse a que lo vieran así, su cara ya empezaba a mostrar un pequeño
grupo de escamas.
El doctor tardó una hora en llegar,
durante la cual Jack no paraba de examinar el lento pero constante cambio en su
piel. Cuando llamaron a la puerta y el doctor le vio la cara, frunció el ceño y
se apresuró a entrar.
—¡¿Qué le ha pasado?! —le preguntó sin
quitarse el abrigo ni el sombrero.
Sostuvo su cabeza entre las manos y le
observó cuidadosamente bajo los cristales de sus gafas.
—¡Dios mío! Cuando me dijo que se le
estaba escamando la piel, pensé que se refería a otro cosa, no que fuera
literal.
—¿Sabe por qué puede ser?
—En mi vida había visto esto. No es
soriasis, ni esclerodermia, ni nada que se le parezca. ¡Son escamas auténticas!
El médico le liberó y rebuscó en su
maletín hasta sacar unos guantes de látex, unas pinzas y un botecito de cristal
tapado con un corcho.
—Voy a tomar una muestra.
Le arrancó una escama del brazo y la
guardó en el bote.
—Se la llevaré a un colega especialista
de la piel, pero es muy raro, no sé qué me va a decir.
—¿Y no puede frenarlo?
El médico le miró confundido.
—No sé de qué se trata, si te receto algo
podría empeorar. Lo mejor es que te quedes en casa y no tengas contacto físico
con nadie.
—¡¿Es infeccioso?!
—No lo descartaría, así que es mejor ser
precavidos.
Jack asintió mientras acompañaba hasta la
puerta al médico.
—Muchas gracias doctor.
—No se preocupe, ahora mismo iré a
visitar al especialista. Aguarde mi llamada.
La tarde se hizo más agónica aún,
pasándosela jugando al billar en su mesa de lujo, obligándose a no mirar el
espejo. Desesperado, dejó el taco, se sentó en el sofá y se puso a escuchar la
radio. Sintonizó las carreras de caballos e intentó concentrarse en la excitada
voz del locutor. De cuando en cuando, lanzaba una mirada al teléfono, empeñado
en no sonar, cuando de repente llamaron a la puerta. Jack corrió hacia ella,
miró por la mirilla y abrió rápidamente al ver que el doctor había regresado.
—¡Hemos de tomarle sangre inmediatamente!
—dijo al entrar seguido por otro hombre con un maletín— ¡Oh, Dios Santo!
Ambos médicos le miraron boquiabiertos,
las escamas ya le habían cubierto por completo la cara y los brazos, y al ver
su reacción, se palpó la cara y salió corriendo para reunirse con el espejo del
baño. Pero los médicos le detuvieron.
—¡No podemos perder ni un segundo Jack!
Siéntese y descúbrase un brazo.
Este obedeció y el dermatólogo miró
incrédulo el miembro escamoso del paciente.
—Madre de Dios... —susurró.
Este tenía escamas sobre la parte externa
del brazo, sin embargo, en la interna, la zona donde le iban a practicar el
análisis, era lisa como la barriga de un reptil, con pequeñas franjas, fina y
elástica. Le ataron una goma al brazo y le sacaron sangre sin problema alguno.
Sin embargo, cuando el médico tomó la jeringuilla para introducir el líquido en
una probeta y no contaminar la muestra, vio que había
algo extraño. El dermatólogo se dio cuenta de la expresión de su compañero y le
preguntó qué ocurría.
—¡La sangre está fría!
—¡No puede ser! —dijo cogiendo la
muestra.
—¡Es como si realmente estuviera
convirtiéndose en un reptil!
Jack los miraba horrorizado.
—Guarda la muestra —le ordenó al de
cabecera— Jack, por favor, abra la boca y enséñeme la lengua.
Cuando lo hizo, los dos médicos ahogaron
un grito. Jack mostraba una lengua larga, plana y bifurcada.
—¡Tenemos que llevarle a un hospital! —dijo
el dermatólogo.
Una vez ingresado, fue declarado en
cuarentena. Los médicos que le practicaron las pruebas iban meticulosamente
tapados con batas, guantes y mascarillas para evitar cualquier contagio y Jack
no hacía más que someterse a rayos X y análisis
de todo tipo.
Ya de madrugada le dejaron tranquilo y
tras inyectarle un sedante, cayó profundamente dormido. Fue entonces cuando
volvió a verla a ella, con su lengua roja, sus feroces ojos, su tridente en
ristre lista para atacar mientras sus risotadas le taladraban los oídos.
Despertó entre jadeos y cuando fue a bajarse de la cama para ir al baño, cayó
de bruces contra el suelo. Sus piernas no parecían responderle del todo pero
cuando se giró hacia ellas comprendió todo. Ambas se habían fusionado y crecido
hasta convertirse en una larga cola de serpiente llena de escamas, que ahora en
lugar del tono grisáceo del día anterior lucían tan blancas como la leche.
—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó.
Una enfermera y un médico entraron
tapados de pies a cabeza y le devolvieron a la cama. Después de ver su
transformación fue llevado nuevamente a la sala de rayos X donde comprobaron
que las piernas de Jack efectivamente
habían mutado hasta convertirse en una extensión de su columna vertebral.
—¡Doctor, ayúdeme! ¡No quiero convertirme
en un monstruo de feria!
El médico le tranquilizó y le aplicó otro
sedante aún más fuerte. Volvió a dormir, pero esta vez no soñó.
Al despertar se sintió algo aturdido y
desorientado, y cuando fue a mover los brazos, comprobó que se hallaba atado de
cola y manos por unas correas a la cama.
—¡¿Doctor?! —llamó, pero nadie contestó—.
¡¿Doctor?!—dijo más fuerte.
Al poco apareció el médico acompañado por
dos celadores.
—No se preocupe Jack, intente calmarse.
Si se estresa demasiado no vamos a poder hacerle la vivisección.
—¡¿Qué está diciendo?! ¡¿Por qué me hacen
esto?! ¡Pensaba que querían curarme, no tenerme de cobaya humana!
—Técnicamente usted ya no es humano, es
un mutante. ¡Pero debería sentirse orgulloso de los avances que va a aportar a
nuestra investigación! —dijo alegremente—. ¡Venga!, llévenle a la sala de
operaciones.
Los dos celadores agarraron la camilla y
la empujaron por los pasillos mientras Jack gritaba que le soltaran. Al entrar
en el quirófano, un gran grupo de médicos y enfermeras aguardaba impaciente.
Jack sintió un miedo terrible al ver una mesa cubierta de instrumentos
quirúrgicos brillantes y puntiagudos y el corazón se le aceleró. Uno de los
médicos le hizo un gesto a la enfermera que tenía al lado y se acercó al paciente
con una jeringuilla en la mano.
—No se preocupe, señor, es solo un
calmante.
Pero la aguja nunca llegó a traspasar su
piel, pues con una fuerza sobrehumana se deshizo de las correas y dando fuertes
coletazos dispersó a todos los médicos que hicieron lo posible por detenerle.
De repente, soltó un bufido y dejó ver un par de largos y finos colmillos
mientras sus pupilas reptilianas se hacían cada vez más delgadas y puntiagudas.
—¡Atrás! —les advirtió un doctor al resto
de los presentes— ¡Es posible que ya haya generado su propio veneno!
El paciente se alzó sobre su cola, ya no
tenía ni pelo ni orejas, y a pesar de tener toda la piel llena de escamas
blancas, de cintura hacia arriba seguía conservando su figura humana: la
cabeza, el tronco y los brazos. Era como uno de esos seres de la mitología
hindú, una naga, mitad hombre, mitad serpiente, y además albina. Jack aprovechó
el temor del equipo médico para huir violentamente por la puerta del quirófano,
serpenteando con fuerza y llevándose por delante a todo aquel que le cortara el
paso.
Cuando consiguió llegar a la calle no
supo qué hacer ni a dónde ir. No podía dejar que nadie le viera así, y mucho
menos que le capturaran y le volvieran a meter en esa sala. Así que decidió
bajar a las cloacas de la ciudad, donde los resbaladizos y anegados túneles le
permitían un desplazamiento más rápido y seguro. ¿Pero qué haría ahora? ¿A
quién pediría ayuda? Toda su familia vivía en la otra punta del país, y nunca
cayó en la trampa de tener amigos íntimos, eso te ataba y te hacía cumplir
compromisos estúpidos. Si al menos supiera cómo llegar hasta su casa desde los
bajos de la ciudad. . .
Cansado de vagar por aquel laberinto,
decidió descansar un poco y entonces se dio cuenta de que tenía muchísima
hambre. Algo correteó en la oscuridad e instintivamente su boca se lanzó hacia
una rata, inoculándole el veneno a través de sus colmillos para después
engullirla. Pasó un largo rato de caza y cuando la saciedad apareció, decidió
descansar un poco. No quería dormirse, pues tenía miedo de que lo descubrieran
a pesar de no haber dejado ninguna pista que delatara su paradero. Pero al cabo
de una hora, el agua y las paredes de las cloacas comenzaron a temblar. Al
principio pensó que se trataba de un terremoto o algo similar, pero cuando se
asomó al túnel principal comprobó que era algo mucho peor. Allí mismo,
avanzando rápidamente, estaba la diosa Kali olfateando el aire y buscando en
cada resquicio de la alcantarilla. Jack dio media vuelta y salió serpenteando
lo más rápido que pudo pensando que nunca sería alcanzado por ningún ser
bípedo. Pero no se había cerciorado de que quien lo perseguía era un ser divino
y en cuanto estuvo a tiro, Kali le lanzó su tridente clavándoselo de lleno en
la cola, entonces Jack se derrumbó y perdió la conciencia.
Una música alegre, una voz profunda,
aplausos, eso fue lo que le hizo volver en sí, y cuando despertó por completo,
prefirió no haberlo hecho. Se encontraba enjaulado y encadenado, rodeado de
gente extravagante. Unos se vestían con trajes de vivos colores, otros
retocaban su maquillaje y otros parecían estar ensayando un número teatral o
circense. Jack se espantó al reconocer a todos y cada uno de ellos, ¡eran los
monstruos del cabaret! La bailarina de cuatro piernas se acercó en su carricoche
y le miró con su leporina sonrisa.
—¡Vaya, uno nuevo! Ya estaba tardando
demasiado en caer la maldición sobre otro desgraciado.
—¿Qué maldición? —preguntó con voz
siseante.
—Kali no soporta que se rían de los
suyos... lo siento de veras. Pero ¡Oye, vas a ser todo un exitazo en la función
de hoy! Te diría que te rompieras una pierna, pero no tienes.
Y con una risotada, la bailarina se alejó
de la jaula.
—¡Con todos ustedes... —se oyó desde el
escenario— Jack, nuestro hombre serpiente albino!
Unos chicos agarraron la jaula y le
llevaron hasta el escenario dónde los focos deslumbraron sus ojos, mientras
escuchaba los comentarios y exclamaciones de los espectadores, y un actor
vestido de faquir le hizo bailar al son de su flauta, música que tuvo que
bailar cada noche durante muchos, muchos años.
Autora: Inmaculada Martín del Campo.
Noche de Cabaret, 13 Escalofríos