jueves, 23 de octubre de 2014

Rosa Ayuso López- ¡Ya! Con solo cuatro años soy un juguete roto.

Esta novela no es un relato cualquiera, es una realidad que viven, han vivido y vivirán muchos niños y sus respectivos padres. Una historia basada en hechos reales que plasma un retrato desgarrador sobre el bulling en los colegios, pero lo que más entristece es que este mal hábito denominado "acoso", pueda llegar a comenzar en educación infantil.
La historia que ha escrito Rosa crea verdadera impotencia, pues la protagonista, Luna, madre de un niño de cuatro años, Alex, tiene que soportar los desprecios de los propios docentes que niegan el acoso, o simplemente le restan importancia alegando que "Son cosas de niños".

Los niños, son niños, eso nadie lo niega, pero todos sabemos que un infante no distingue el bien del mal y hay que enseñarle valores. No puedes escudarte en que es pequeño y no lo entiende, y a la siguiente frase decir "¡Qué listos son los niños de ahora! ¡Qué rápido aprenden, parecen esponjas!".
Las esponjas absorben todo, tanto lo bueno como lo malo, por eso hay que hacer que el agua que absorban no esté contaminada, y eso se hace a través de una buena educación.

Es cierto que todas las familias tienen sus problemas, y que los niños acosadores probablemente vivan en un hogar desestructurado, no se les haga el caso suficiente, o simplemente se les ha colgado el cartelito de "Eres malo", mientras que al acosado se le pueden colgar cientos de cartelitos como: "Gordo", "Tonto", "Débil", "Bizco", y un largo etc. Desgraciadamente, el acoso muchas veces no se queda en simples palabras y al final puede llegar a las manos.

En este libro se relata el sufrimiento del niño, de la madre, la mala gestión del colegio, y consejos para hacer que el niño acosado eleve su autoestima y mejore su rendimiento escolar; pues una de las curiosidades que nos encontramos es que existe un perfil definido del acosador pero no del acosado.
Luna se sumerge en sus libros de psicología para llegar a entender cómo se puede dar un caso tan extremo en niños tan pequeños, cuando se suele dar más en la adolescencia.

El acoso es producto de una educación escasa y también de la sociedad en general, que ha decidido darle la espalda al problema repitiendo siempre la frasecita "Son cosas de chavales", pero nadie se pone en la piel del niño ni en la de sus familiares. Se hace la vista gorda, y si la sociedad, los docentes, y los padres no se ponen de acuerdo a cerca de dónde acaba la educación parental y dónde comienza la escolar, poco podremos hacer. Es trabajo de todos educar bien a nuestros niños porque son el futuro de nuestro país, y de todo el mundo. Yo, personalmente, no me gustaría tener como presidente del gobierno a un niño que se dedicaba a robarle el bocata a sus compañeros, hacerles la zancadilla, etc, Tampoco  quiero que sea un niño acosado, pues a veces, el acosado se vuelve acosador.

Hagamos un esfuerzo por abrir los ojos a todo el mundo y saber distinguir cuándo es un juego de niños, y cuando delincuentes en potencia, como decía la profesora de "Manolito Gafotas".

Si queréis leer el libro, lo podéis solicitar directamente a la autora en esta dirección:


martes, 14 de octubre de 2014

Noche de Cabaret, primer relato de 13 Escalofríos

Se acerca Halloween y también el lanzamiento de "13 Escalofríos" Así que, para ir abriendo boca, comparto con vosotros el primero de sus 13 relatos, "Noche de Cabaret".


 Noche de Cabaret


Las hojas secas correteaban empujadas por el viento a lo largo de la solitaria calle, iluminada por la fría luz de las farolas. El caballero paseaba con calma luciendo un caro bastón, traje negro y sombrero de copa. Sus manos enguantadas colocaron su pajarita mientras se miraba en un escaparate y después atravesó un pequeño parque hasta ir a parar a un barrio de calles estrechas y bullicio constante.
Las gentes iban y venían de los clubs nocturnos más exclusivos luciendo sus preciosos trajes estilo años treinta. El caballero fue dejando atrás todo ese jolgorio hasta encontrarse frente a la pequeña entrada del recinto. Un cartel luminoso, plagado de bombillas blancas, rezaba: Kali Club. El hombre llamó con los nudillos y al instante se abrió la puerta, el portero le saludó y le invitó a entrar con un gesto educado.
­—Buenas tardes, Travis —saludó el caballero quitándose los guantes y el sombrero para dárselos al portero.
—Buenas noches, señor.
El caballero le ofreció una propina y el portero le dio las gracias, desapareciendo tras la puerta del guardarropa.
Apartando las rojas cortinas de terciopelo, entró en el oscuro local lleno de humo. Aún no había comenzado el espectáculo principal, pero la orquesta ya animaba el ambiente. Damas y caballeros aguardaban sentados tomando martinis secos y cócteles de diferentes colores. El caballero se dirigió hacia una de las mesas más cercanas al escenario y tomó asiento junto a una joven de cabello negro y largas pestañas. Esta sonrió, y apagando su cigarrillo en un cenicero de cristal le dio un beso, luego miraron el escenario y se concentraron en la alegre música.
Las paredes del club estaban adornadas con pinturas de dioses hindúes de numerosos brazos y serpientes de múltiples cabezas. Al fondo del escenario, una figura de la diosa Kali, de vivos colores, vigilaba desde su podio con feroces ojos, mostrando su larga lengua. Las luces rojas la hacían parecer bailar entre llamas como si hubiera cobrado vida.
Los músicos se movían alegres al son de sus propios instrumentos, lanzando miradas de complicidad al público. La mayoría tocaban instrumentos de viento: trompetas, oboes, clarinetes... y luego estaba la bella percusionista, ataviada con brazaletes y velos, como una auténtica diosa hindú.
Cuando el local estaba a rebosar, las luces se apagaron, la música cesó y lo único que se vislumbraba en la oscuridad eran los brillantes ojos de la diosa Kali. Un oboe empezó a sonar; su melodía era triste, melancólica, y un foco azulado como la luz de la luna alumbró una figura enlutada que fue caminando hasta el centro del escenario, presentó sus respetos a Kali, y después, deshaciéndose de la capucha de su hábito, descubrió su rostro al público. Era un hombre de tez blanca, ojos profundos y melena negra. Su figura larga y enjuta le hacía parecer de otro mundo y su mirada recorría la sala escrutando cada rostro.
—Buenas noches —dijo con voz profunda— y sean bienvenidos al Kali Club, santuario del misterio, del castigo y el terror.
El público guardaba un escrupuloso silencio.
—Sepan, que de todos los mortales de la ciudad, ¿qué digo de la ciudad? ¡De la tierra!, son ustedes los más afortunados por estar aquí esta noche. Un gran espectáculo les aguarda, y nuestra diosa —dijo señalando la estatua— les colmará de bendiciones. Para dar comienzo a la velada, quiero presentarles a una singular jovencita llegada desde la mismísima Calcuta. Les presento a ¡Nieve Kumar, La Princesa de los Mil Velos!
El foco se apagó y cuando volvió a encenderse, sobre una alfombra en el suelo había una joven de no más de dieciséis años. Se encontraba sentada y todo su cuerpo lo cubría un velo blanco. La orquesta comenzó a tocar y ella se desprendió de la tela blanca, mostrando su rostro y su magnífico vestido. La música era alegre, pero al ver la cara de la niña, el público no pudo evitar soltar una exclamación. Su faz era perfecta salvo su labio leporino. La joven tomó el velo, moviéndolo con gracia, y durante su baile, sin moverse del suelo, fue deshaciéndose de otros velos de colores amarrados a su cintura como si fueran los pétalos de una flor, dejando al descubierto cuatro piernas raquíticas y deformes. De cintura hacia arriba su cuerpo se contoneaba como la más experta de las bailarinas mientras sus extremidades inferiores permanecían quietas, inertes y lacias como si se tratara de los tentáculos de un pulpo moribundo.
Cuando terminó la danza, los espectadores le ofrecieron un dudoso aplauso mientras el presentador salía a escena.
—¡Nirve Kumar, señoras y señores! ¡Nuestra dama araña, Princesa de los Mil Velos!
Dos personas vestidas de negro y luciendo un bombín, tomaron a la bailarina, y sentándola en un carricoche, la sacaron de escena mientras saludaba con la mano. Los focos de colores se apagaron y se volvió a encender la luz azul, el presentador carraspeó y después sonrió a la concurrencia.
—A continuación les mostraremos algo más peligroso, pero no tengan miedo, la seguridad está por encima de todo. ¡Disfruten pues de las artes de Hakim!
El público aplaudió y la escena se iluminó de rojo. Un hombre alto salió a través de las bambalinas, era muy moreno, con una barba de chivo y un turbante inmaculado. Sus pantalones bombacho a juego con su chaleco azul le hacían parecer un personaje de Las mil y una noches. Sus pies descalzos anduvieron sobre el escenario hasta una mesa sutilmente escondida en un extremo, y en cuanto la música dio comienzo Hakim prendió dos varas y empezó a escupir fuego como un auténtico dragón. Otras veces apagaba las varillas con su boca o hacía malabares con ellas, creando círculos de fuego en el aire. Después pasó del número del tragafuego al del faquir, clavándose larguísimas agujas en lengua, mejillas, cejas, nariz, incluso párpados, sin derramar una sola gota de sangre.
El caballero de la primera fila aplaudía fascinado mientras su joven acompañante se tapaba los ojos sin poder evitar un escalofrío.
—¡Es fascinante! —decía él.
El resto del espectáculo fue tornándose cada vez más esperpéntico. Al faquir le siguieron unas hermanas siamesas contorsionistas, un enano ventrílocuo y un monologuista con elefantismo, con el cuerpo monstruosamente deforme, haciendo chistes sobre sí mismo mientras el resto se desternillaba de la risa. La mujer que acompañaba al caballero estaba cada vez más pálida y él tuvo que detenerla en dos ocasiones antes de que saliera corriendo de allí.
—¡Es algo único! ¡¿Y tú quieres perdértelo?!

Cuando el espectáculo terminó, la joven fue la primera en salir por la puerta mientras el caballero corría tras ella, poniéndose apresuradamente la chaqueta y el sombrero.
—¡Vamos Nina! No ha estado tan mal.
Ella siguió golpeando el suelo con sus tacones a cada paso.
—¿Por qué te disgustas? Ha sido muy pintoresco.
—No, Jack, ¡ha sido cruel! —dijo dándose la vuelta.
—¿Cruel? Esas personas también tienen derecho a vivir del mundo del espectáculo.
—¡No viven de eso, viven de las burlas de los espectadores! ¡Es repugnante!
—Yo no me he burlado —se defendió él.
—¡Claro que sí, te has reído!
—Bueno, la mayoría eran números cómicos.
Nina negó con la cabeza y siguió caminando. Jack era una de esas personas que no entendía la palabra empatía.
¡Venga, Nina. . .!
Ella le miró con el rostro encendido.
—Me gustaría verte en su pellejo, ¿sabes?
Él dibujó una sarcástica sonrisa, sabiendo que eso no ocurriría en la vida.
—Eres un desalmado.
Y se alejó entre el gentío de la calle.
«En fin, otra más para la lista negra», pensó.
De camino a casa volvió a pararse en el mismo escaparate a retocarse la pajarita y guiñarse un ojo a sí mismo. Las mujeres no entendían su visión de la vida. Él intentaba hacerlas ver que siempre habrá ganadores y perdedores, ricos y pobres, guapos y feos, y él era un compendio de la perfección en sí mismo. No entendía entonces por qué las chicas huían escandalizadas de su lado.
Al entrar en su ático y encender las luces, se recreó en la vitrina de trofeos de billar. Siempre que tenía ocasión, presumía de sus dones con el taco, era realmente bueno, pero su obsesión también le hizo perder alguna que otra pareja. «Envidia», pensaba siempre.
Tras ponerse su pijama de seda gris y tomarse una última copa disfrutando de las vistas de la ciudad, se fue a la cama como quien ha tenido un duro día de trabajo. Realmente no le importó estar solo, compartir su cama le resultaba incómodo. La brisa otoñal soplaba golpeando los cristales en un ir y venir y eso hizo que su mente se fuera sumergiendo en un profundo sopor. El sueño pronto se apoderó de él y le arrastró a su mundo.
En esa misma casa, al otro lado de la realidad, alguien llamaba a la puerta, tres toques y paraba, otros tres toques y paraba. Le resulto extraño que, fuera quien fuera, no usara el timbre. Fue hasta la puerta y miró por la mirilla, pero no vio a nadie. Cuando ya se disponía a volver a la cama, otros tres golpes volvieron a sonar. Jack dudó un segundo, pero finalmente abrió la puerta. Al principio no podía creer lo que veía, luego trastabilló y cayó al suelo. Ante él había una mujer de piel azul, pelo negro y ojos terroríficos, que le miraban con gesto amenazante. En uno de sus cuatro brazos portaba un tridente y su macabra vestimenta estaba compuesta por calaveras en su cintura y miembros amputados formando una falda. La diosa Kali le observó y avanzó hacia él a grandes zancadas, abriendo la boca y sacudiendo su larga lengua. Sus pupilas se tornaron rojas y un profundo aullido salió desde su abdomen envolviendo a Jack en aquel aterrador sonido. Se tapó los oídos y cerró los ojos con fuerza, esperando que al abrirlos aquella imagen hubiera desaparecido, pero no funcionó, y ahora la diosa acercaba su hercúleo brazo hasta agarrarlo por el cuello y elevarlo por encima de su cabeza. Sintió cómo sus uñas se le clavaban en la piel y la sangre corría cuello abajo mientras intentaba respirar desesperadamente, al tiempo que los dedos le aprisionaban con cada vez más fuerza hasta perder el sentido.
Cuando despertó lo hizo con un alarido, bañado en sudor y los puños cerrados. Corrió al baño y se miró al espejo, en su cuello no había ni una solo marca, sin embargo el dolor había sido tan real...

A la mañana siguiente, Jack se fue a trabajar. Lo hacía en una oficina de seguros, siendo el vendedor número uno de toda la compañía, cosa que no dejaba de restregar en las narices a cualquiera que estuviera por debajo de él, es decir, a todo el mundo. Pero ese día acudió a su puesto con un aire inquieto, su rostro mostraba unas profundas ojeras y no hacía más que llevarse una mano al cuello y frotárselo como si algo le hubiera picado.
En el primer descanso corrió al baño, se mojó la cara y volvió a revisar su reflejo cuando vio algo que antes no estaba ahí. En su piel, justo por donde la monstruosa diosa le había agarrado, le estaban creciendo unas pequeñas escamas de color grisáceo. Asustado y con mano temblorosa, las tocó con la punta de los dedos; eran viscosas y suaves y sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. Se acercó más al espejo para verlas mejor y arrancó con fuerza una de ellas, a la vez que soltaba un pequeño grito de irritación, viendo como se había levantado la piel y un hilo de sangre caía por su cuello, manchándose la camisa. Buscó algo de papel y se la secó con premura.
¿Qué le estaba sucediendo? ¿Sería una enfermedad?, ¿Se la habrían pegado los freaks  del cabaret?
Cuando su jornada terminó, fue el primero en salir por la puerta, rodeando su cuello con una bufanda de franela blanca. Ni siquiera se despidió del resto, que lo miraban extrañados pues casi siempre les apremiaba para quedarse a tomar unas copas al salir de la oficina. Al llegar a casa y quitarse la bufanda comprobó espantado que no solo la herida se había regenerado, sino que las escamas se iban extendiendo, y no solo por el cuello, también por el pecho, la espalda y los brazos.
Corrió entonces a por sus cosas para visitar a su médico de confianza, pero justo cuando estaba a punto de salir por la puerta cambió de opinión y decidió telefonearle para que acudiera a su casa. No podía arriesgarse a que lo vieran así, su cara ya empezaba a mostrar un pequeño grupo de escamas.
El doctor tardó una hora en llegar, durante la cual Jack no paraba de examinar el lento pero constante cambio en su piel. Cuando llamaron a la puerta y el doctor le vio la cara, frunció el ceño y se apresuró a entrar.
—¡¿Qué le ha pasado?! —le preguntó sin quitarse el abrigo ni el sombrero.
Sostuvo su cabeza entre las manos y le observó cuidadosamente bajo los cristales de sus gafas.
—¡Dios mío! Cuando me dijo que se le estaba escamando la piel, pensé que se refería a otro cosa, no que fuera literal.
—¿Sabe por qué puede ser?
—En mi vida había visto esto. No es soriasis, ni esclerodermia, ni nada que se le parezca. ¡Son escamas auténticas!
El médico le liberó y rebuscó en su maletín hasta sacar unos guantes de látex, unas pinzas y un botecito de cristal tapado con un corcho.
—Voy a tomar una muestra.
Le arrancó una escama del brazo y la guardó en el bote.
—Se la llevaré a un colega especialista de la piel, pero es muy raro, no sé qué me va a decir.
—¿Y no puede frenarlo?
El médico le miró confundido.
—No sé de qué se trata, si te receto algo podría empeorar. Lo mejor es que te quedes en casa y no tengas contacto físico con nadie.
—¡¿Es infeccioso?!
—No lo descartaría, así que es mejor ser precavidos.
Jack asintió mientras acompañaba hasta la puerta al médico.
—Muchas gracias doctor.
—No se preocupe, ahora mismo iré a visitar al especialista. Aguarde mi llamada.

La tarde se hizo más agónica aún, pasándosela jugando al billar en su mesa de lujo, obligándose a no mirar el espejo. Desesperado, dejó el taco, se sentó en el sofá y se puso a escuchar la radio. Sintonizó las carreras de caballos e intentó concentrarse en la excitada voz del locutor. De cuando en cuando, lanzaba una mirada al teléfono, empeñado en no sonar, cuando de repente llamaron a la puerta. Jack corrió hacia ella, miró por la mirilla y abrió rápidamente al ver que el doctor había regresado.
—¡Hemos de tomarle sangre inmediatamente! —dijo al entrar seguido por otro hombre con un maletín— ¡Oh, Dios Santo!
Ambos médicos le miraron boquiabiertos, las escamas ya le habían cubierto por completo la cara y los brazos, y al ver su reacción, se palpó la cara y salió corriendo para reunirse con el espejo del baño. Pero los médicos le detuvieron.
—¡No podemos perder ni un segundo Jack! Siéntese y descúbrase un brazo.
Este obedeció y el dermatólogo miró incrédulo el miembro escamoso del paciente.
—Madre de Dios... —susurró.
Este tenía escamas sobre la parte externa del brazo, sin embargo, en la interna, la zona donde le iban a practicar el análisis, era lisa como la barriga de un reptil, con pequeñas franjas, fina y elástica. Le ataron una goma al brazo y le sacaron sangre sin problema alguno. Sin embargo, cuando el médico tomó la jeringuilla para introducir el líquido en una probeta y no contaminar la muestra, vio que había algo extraño. El dermatólogo se dio cuenta de la expresión de su compañero y le preguntó qué ocurría.
—¡La sangre está fría!
—¡No puede ser! —dijo cogiendo la muestra.
—¡Es como si realmente estuviera convirtiéndose en un reptil!
Jack los miraba horrorizado.
—Guarda la muestra —le ordenó al de cabecera— Jack, por favor, abra la boca y enséñeme la lengua.
Cuando lo hizo, los dos médicos ahogaron un grito. Jack mostraba una lengua larga, plana y bifurcada.
—¡Tenemos que llevarle a un hospital! —dijo el dermatólogo.

Una vez ingresado, fue declarado en cuarentena. Los médicos que le practicaron las pruebas iban meticulosamente tapados con batas, guantes y mascarillas para evitar cualquier contagio y Jack no hacía más que someterse a rayos X y análisis de todo tipo.
Ya de madrugada le dejaron tranquilo y tras inyectarle un sedante, cayó profundamente dormido. Fue entonces cuando volvió a verla a ella, con su lengua roja, sus feroces ojos, su tridente en ristre lista para atacar mientras sus risotadas le taladraban los oídos. Despertó entre jadeos y cuando fue a bajarse de la cama para ir al baño, cayó de bruces contra el suelo. Sus piernas no parecían responderle del todo pero cuando se giró hacia ellas comprendió todo. Ambas se habían fusionado y crecido hasta convertirse en una larga cola de serpiente llena de escamas, que ahora en lugar del tono grisáceo del día anterior lucían tan blancas como la leche.
—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó.
Una enfermera y un médico entraron tapados de pies a cabeza y le devolvieron a la cama. Después de ver su transformación fue llevado nuevamente a la sala de rayos X donde comprobaron que las piernas de Jack  efectivamente habían mutado hasta convertirse en una extensión de su columna vertebral.
—¡Doctor, ayúdeme! ¡No quiero convertirme en un monstruo de feria!
El médico le tranquilizó y le aplicó otro sedante aún más fuerte. Volvió a dormir, pero esta vez no soñó.
Al despertar se sintió algo aturdido y desorientado, y cuando fue a mover los brazos, comprobó que se hallaba atado de cola y manos por unas correas a la cama.
—¡¿Doctor?! —llamó, pero nadie contestó—.
¡¿Doctor?!—dijo más fuerte.
Al poco apareció el médico acompañado por dos celadores.
—No se preocupe Jack, intente calmarse. Si se estresa demasiado no vamos a poder hacerle la vivisección.
—¡¿Qué está diciendo?! ¡¿Por qué me hacen esto?! ¡Pensaba que querían curarme, no tenerme de cobaya humana!
—Técnicamente usted ya no es humano, es un mutante. ¡Pero debería sentirse orgulloso de los avances que va a aportar a nuestra investigación! —dijo alegremente—. ¡Venga!, llévenle a la sala de operaciones.
Los dos celadores agarraron la camilla y la empujaron por los pasillos mientras Jack gritaba que le soltaran. Al entrar en el quirófano, un gran grupo de médicos y enfermeras aguardaba impaciente. Jack sintió un miedo terrible al ver una mesa cubierta de instrumentos quirúrgicos brillantes y puntiagudos y el corazón se le aceleró. Uno de los médicos le hizo un gesto a la enfermera que tenía al lado y se acercó al paciente con una jeringuilla en la mano.
—No se preocupe, señor, es solo un calmante.
Pero la aguja nunca llegó a traspasar su piel, pues con una fuerza sobrehumana se deshizo de las correas y dando fuertes coletazos dispersó a todos los médicos que hicieron lo posible por detenerle. De repente, soltó un bufido y dejó ver un par de largos y finos colmillos mientras sus pupilas reptilianas se hacían cada vez más delgadas y puntiagudas.
—¡Atrás! —les advirtió un doctor al resto de los presentes— ¡Es posible que ya haya generado su propio veneno!
El paciente se alzó sobre su cola, ya no tenía ni pelo ni orejas, y a pesar de tener toda la piel llena de escamas blancas, de cintura hacia arriba seguía conservando su figura humana: la cabeza, el tronco y los brazos. Era como uno de esos seres de la mitología hindú, una naga, mitad hombre, mitad serpiente, y además albina. Jack aprovechó el temor del equipo médico para huir violentamente por la puerta del quirófano, serpenteando con fuerza y llevándose por delante a todo aquel que le cortara el paso.
Cuando consiguió llegar a la calle no supo qué hacer ni a dónde ir. No podía dejar que nadie le viera así, y mucho menos que le capturaran y le volvieran a meter en esa sala. Así que decidió bajar a las cloacas de la ciudad, donde los resbaladizos y anegados túneles le permitían un desplazamiento más rápido y seguro. ¿Pero qué haría ahora? ¿A quién pediría ayuda? Toda su familia vivía en la otra punta del país, y nunca cayó en la trampa de tener amigos íntimos, eso te ataba y te hacía cumplir compromisos estúpidos. Si al menos supiera cómo llegar hasta su casa desde los bajos de la ciudad. . .
Cansado de vagar por aquel laberinto, decidió descansar un poco y entonces se dio cuenta de que tenía muchísima hambre. Algo correteó en la oscuridad e instintivamente su boca se lanzó hacia una rata, inoculándole el veneno a través de sus colmillos para después engullirla. Pasó un largo rato de caza y cuando la saciedad apareció, decidió descansar un poco. No quería dormirse, pues tenía miedo de que lo descubrieran a pesar de no haber dejado ninguna pista que delatara su paradero. Pero al cabo de una hora, el agua y las paredes de las cloacas comenzaron a temblar. Al principio pensó que se trataba de un terremoto o algo similar, pero cuando se asomó al túnel principal comprobó que era algo mucho peor. Allí mismo, avanzando rápidamente, estaba la diosa Kali olfateando el aire y buscando en cada resquicio de la alcantarilla. Jack dio media vuelta y salió serpenteando lo más rápido que pudo pensando que nunca sería alcanzado por ningún ser bípedo. Pero no se había cerciorado de que quien lo perseguía era un ser divino y en cuanto estuvo a tiro, Kali le lanzó su tridente clavándoselo de lleno en la cola, entonces Jack se derrumbó y perdió la conciencia.

Una música alegre, una voz profunda, aplausos, eso fue lo que le hizo volver en sí, y cuando despertó por completo, prefirió no haberlo hecho. Se encontraba enjaulado y encadenado, rodeado de gente extravagante. Unos se vestían con trajes de vivos colores, otros retocaban su maquillaje y otros parecían estar ensayando un número teatral o circense. Jack se espantó al reconocer a todos y cada uno de ellos, ¡eran los monstruos del cabaret! La bailarina de cuatro piernas se acercó en su carricoche y le miró con su leporina sonrisa.
—¡Vaya, uno nuevo! Ya estaba tardando demasiado en caer la maldición sobre otro desgraciado.
—¿Qué maldición? —preguntó con voz siseante.
—Kali no soporta que se rían de los suyos... lo siento de veras. Pero ¡Oye, vas a ser todo un exitazo en la función de hoy! Te diría que te rompieras una pierna, pero no tienes.
Y con una risotada, la bailarina se alejó de la jaula.
—¡Con todos ustedes... —se oyó desde el escenario— Jack, nuestro hombre serpiente albino!
Unos chicos agarraron la jaula y le llevaron hasta el escenario dónde los focos deslumbraron sus ojos, mientras escuchaba los comentarios y exclamaciones de los espectadores, y un actor vestido de faquir le hizo bailar al son de su flauta, música que tuvo que bailar cada noche durante muchos, muchos años.

 Autora: Inmaculada Martín del Campo.
Noche de Cabaret, 13 Escalofríos