viernes, 12 de septiembre de 2014

Oscura Sugestión, relato del libro 13 Cuentos Misceláneos. De Inma Martín del Campo.



                         
                                     OSCURA SUGESTIÓN

Hacía tiempo que le venía observando. Su figura, su mirada su tristeza.  El rostro siempre oculto bajo sus largos cabellos, y su semblante pensativo. Parecía lleno de dolor, como si hubiera perdido lo más importante de su vida, pero tenía miedo a acercarme a él. Tenía miedo de molestarle, de que me rechazara.
Hoy me he cruzado con él en la plaza del pueblo. Bajo la lluvia todos los aldeanos corrían a resguardarse del aguacero. Sin embargo él camina de manera lenta y ausente. Las gotas caen sobre ese rostro perfecto. Su tez blanca, sus cabellos negros y sus oscuros y perdidos ojos. Pero el resto de los mortales parecemos invisibles para él.
A veces lo veo montado en su caballo dirigirse al camposanto, y pasear entre las lápidas sin fijarse en ninguna en particular.
Siempre parecía tan cómodo en ese lugar…¿Desearía unirse a ellos?
El joven caballero vive en una mansión a las afueras de la aldea, una mansión de piedra con un marchito jardín y oscuros cortinajes que no dejan entrar el sol.
Dicen que su única compañía es su madre enferma y un sabueso que lo sigue a todas partes.  Sin embargo hoy entra a vivir un nuevo habitante en la mansión. Yo.
Mi tío me recomendó al joven como enfermera para cuidar de su postrada madre. La anciana se había quedado ciega y había perdido una pierna por culpa de la gangrena.
Me puse un vestido burdeos y mi chal de lana antes de salir hacia la mansión. El día era muy frió y llegué andando lo más rápido que pude hasta la verja de la casa.
Estaba abierta y entré bajo el chirrido del oxido de las bisagras.
El jardín estaba lleno de las hojas marchitas del otoño,  tuve que caminar con cuidado para no resbalar. A la vista estaba que no había jardinero que quitara las hojas del caminito que conducía hasta la puerta. La casa de piedra y oscuro tejado me intimidaba desde que era una niña. Todavía tengo el recuerdo de él siendo un muchacho asomado a las lúgubres ventanas. Mis compañeras siempre inventaban historias sobre la mansión y la gente evitaba acercarse a ella.
Me aproximé a la puerta y llamé con el aldabón. Inmediatamente se escuchó el ladrido de un perro y al rato se abrió la puerta. El caballero me miró de arriba abajo y me dio la bienvenida con un gesto de su mano para que entrara.
El señor Gabriel Robledo, pues ese era su nombre, me mostro toda su morada, fría y llena de escaleras, caras alfombras y bellos y extraños cuadros al óleo en las paredes. En su despacho colgaba uno que me tenía especialmente fascinada, un monstruo marino de tonos violetas, rosas y negros en medio de una tempestad. Era hermoso y a la vez aterrador.
Gabriel, siempre envuelto en un aura de elegancia y ausencia, me llevo hasta mis aposentos. Mi habitación comunicaba con la de la anciana por una puerta lateral para atenderla lo antes posible por las noches en caso de algún posible ataque.
Puesto que no tenía criados, el señor, o mejor dicho, el señorito, pues seguía soltero, me ofreció una gran suma de dinero por preparar las comidas y el mantenimiento de la casa y el jardín. Yo acepté encantada, por supuesto.
Así que mis días consistían en atender a la anciana, darla de comer, limpiar, y todas las cosas que haría un ama de llaves, una criada y una enfermera. No tenía tiempo para nada más. Y mi única hora libre la dedicaba a leer novelas a la anciana señora Medina, la cual disfrutaba de este entretenimiento, sirviéndole mi voz de guía. Desde que perdiera la vista, la anciana no podía dedicarse a su mayor afición, la lectura, ni escribir cartas a sus seres queridos. Le pregunté por qué su hijo no lo hacía por ella, y la anciana, entre sarcásticas risas me contestó que su hijo lo hacía de higos a brevas. 
El señor Gabriel por lo visto ocupaba sus mañanas en ir de caza con Carlo, su sabueso, y las tardes a reponer la despensa, pasear, o simplemente se encerraba en su despacho a leer. No le hacía mucha compañía a su madre, lo cual no terminaba de entender, pues la señora Margarita Medina era una mujer muy jovial para su triste situación.
Una tarde, tras leerle una comedia teatral, se animó tanto, que estuvo el resto de la velada constando chistes. La verdad es que las horas que pasaba junto a Margarita eran las más amenas que pasara en la casa. El resto del tiempo, cuando estaba en la cocina o limpiando los suelos del caserón, todo estaba envuelto en un incómodo e incluso siniestro silencio.
A veces se escuchaba algún suspiro lejano, de la anciana, claro, o el quejido de Carlo cuando se impacientaba por salir a pasear.
Las primeras noches no fueron malas, caía como un tronco en la cama y la señora Medina no necesitaba de mis servicios, salvo para que le acercara la palangana. Pero una de las noches me desperté envuelta en sudor y con el corazón acelerado por lo que yo pensé que era una pesadilla.
Había oído un grito tremendo, de auténtico terror, y al despertar lo escuché otra vez. Era Margarita. Corrí a la habitación y la hallé sentada en la cama con una mano en el pecho y con la otra tanteando el aire como si buscara algo.
-¿Qué ocurre señora?
-María ¿Eres tú?
Le agarré la mano  y ella la apretó muy fuerte.
-¿Qué ha pasado? ¿Ha tenido un mal sueño?
La anciana me miró con sus nublados ojos.
-No era un mal sueño, querida. No quería decírtelo pero hay noches que alguien me toca el hombro, otras me zarandea y a veces me susurra al oído.
Como si adivinara la expresión de mi rostro me espetó:
-¡No te rías María! ¡Qué aún no chocheo! Seré ciega pero sé lo que he sentido.
Me senté junto a ella para tranquilizarla.
-¿Y qué le susurra esa voz?
-Mejor que no lo sepas.
Sin darle mucha más importancia la volví a acomodar en la cama y a taparla. Me despedí de la anciana y dejé la puerta de mi habitación abierta, por precaución. No me extrañaba en absoluto que hubiera alguna suerte de fantasma en esa inmensa casa. Era una vivienda centenaria y siempre envuelta en historias dramáticas, todas inventadas, claro, por las aburridas señoras del pueblo.
Sin embargo el grito de la señora Margarita se me había grabado a fuego en la conciencia y no pude dormir el resto de la noche, permaneciendo alerta ante cualquier perturbación en la anciana.
Una sensación de enfado empezó a invadir mi pecho ¿Porqué no había acudido su hijo ante el grito de su madre? El señor Gabriel dormía en una de las habitaciones de nuestro mismo corredor. Sin embargo supuse que para él debía de ser algo rutinario que cada noche su madre gritara y quizás por esa razón había contratado a una enfermera, para poder dormir sin preocupaciones. Pero, aún así, las pocas veces que me cruzaba con él observaba que su rostro seguía tan ojeroso como cualquier otro.
Estaba claro que el joven debía sufrir de insomnio o había algo que le rondara la cabeza e impedía su sueño.
En la hora del desayuno entró en la cocina y se sentó a la rústica mesa de madera con el rostro cabizbajo. No me hacía falta verle la cara para saber que no había pasado una buena noche. Le di los buenos días y él respondió con un susurro.
Al servirle el desayuno me miró extrañado y luego preguntó:
-Y usted ¿ha dormido bien?
Hice un asentimiento fingido, pero fue inútil el engaño.
-No hace falta que disimule. ¿Otra de las pesadillas de mi madre?
-Sí, solo que su madre está convencida de que no era un sueño.
-Claro que no. Son terrores nocturnos, señorita. ¿Sabe la diferencia?
Negué con la cabeza.
-Es tal el terror y la desorientación que siente que su propia mente crea alucinaciones. En su caso son sonoras.
-Pero, señor, ella dice que alguien la zarandea, ¿Eso también es producto de su imaginación?
El joven asintió.
-Pero, ¿Por qué iba a sentir miedo en su propia casa? Además, su madre es muy alegre y consciente.
-Según los expertos puede ser un trauma causado por la ceguera y la necesidad de seguir viendo el mundo que la rodea. El día que perdió por completo la vista fue cuando empezaron mis noches en vela junto a su cama debido a la desesperación psicológica que le produjo su actual estado de invidencia.
-Vaya. . .
El joven me dedicó una triste y cansada sonrisa.
-Por eso me vi obligado a precisar sus servicios. Estoy empezando un negocio que requiere todo mi tiempo y no puedo permitirme pasar ni una noche más de imaginaria. Sé que la he sobrecargado de responsabilidades con la limpieza de la casa y el jardín pero. . .
-Es un trato justo, señor-le interrumpí-usted me está pagando el doble de lo estipulado y se lo agradezco.
Gabriel volvió a sonreír.
-Y yo a usted.
Parecía tan agotado. . . Y a pesar de mi ayuda, sus asuntos le ocupaban hasta altas horas de la madrugada. Con suerte dormía cinco horas a lo sumo. Se bebió el café de un trago  salió de la cocina poniéndose su sombrero de copa y haciendo un gesto de despedida con la cabeza se marchó.
Por la tarde salió el sol y abrí las cortinas de la habitación de Doña Margarita.
-Aún puedo percibir la claridad-dijo con un suspiro.
La agarré y la coloqué en una elegante silla de ruedas de madera para acercarla al ventanal, lo abrí y sintió una ligera brisa en la cara.
-Son agradables las tardes de otoño soleadas, el sol calienta lo justo y el viento empieza a anunciar el invierno.
-Es cierto.-asentí mirando la estampa de los anaranjados rayos del sol bañando el jardín.
Ya casi no quedaban hojas en los árboles y el único verdor lo ofrecían los cipreses que crecían a lo largo de los muros. Era como vivir en una casa dentro de un cementerio, sin embargo, la vista era hermosa.
-Doña Margarita, ¿quiere que la saque a pasear por el pueblo?
El rostro de la anciana sufrió una metamorfosis tal, que al principio me asusté. Primero se puso seria y después su rostro se llenó de rabia apretando los puños y mirándome con sus blanquecinos ojos.
-¡YO NUNCA SALGO DE MI CASA! ¡NUNCA! ¡NO PUEDO! ¡NI QUIERO!
Su respiración se había acelerado y su rostro tornado rojo.
-No se preocupe, era solo una idea. No tiene que hacer nada que no quiera.
La anciana asintió furiosa.
-¿Quiere que le prepare la merienda?
Hizo un efusivo gesto con la mano, a modo de asentimiento, para que me diese prisa en hacer mi cometido y dejarla sola lo antes posible. No entendía nada. Al principio pensaba que su hijo la tenía sobreprotegida pero la misma anciana era la que se empeñaba en aislarse en su mansión como una bestia salvaje en su cubil.
Tras la merienda la anciana se empeñó en dormir a pesar de mi insistencia en que todavía era pronto aunque la noche ya había caído. No hubo manera de convencerla de lo contrario y decidí cumplir sus deseos antes de que su ira diese paso a algo peor. Nunca sabía la hora exacta a la que llegaría Don Gabriel, así que decidí ir a la biblioteca a leer. El tic tac del péndulo resonaba por toda la estancia y el frío era cada vez mayor. Encendí la chimenea y acerqué la butaca al fuego. Al cabo de una hora me sobresalté con el portazo de una puerta. Me había quedado dormida. Eran ya las nueve de la noche y supuse que el señor ya habría llegado, pero enseguida comprobé que no era así. La puerta de su habitación estaba entornada y no había nadie en ella y tampoco se escuchaba el correteo de Carlo. Fui a ver a la anciana, seguía profundamente dormida. Habría sido alguna corriente.
Mis tripas sonaron y decidí bajar a la cocina a cenar. Agarré la barandilla de la escalera y al mirar el final de la misma vi una figura pequeña que me miraba con unos grandes ojos negros.
¡Era un niño! De unos cinco años, de cabellos negros y vestido con un camisón tan blanco como su rostro.
Al principio pensé que era algún chiquillo del pueblo pero de inmediato me di cuenta de que no era así. Intenté decir algo y moverme hacia él, pero estaba paralizada por el terror de la imagen del pequeño que me miraba con ojos vacíos, como si mirara a través de mí. Fue acercándose lentamente hasta estar a un metro de distancia, se paró, volvió a atravesarme con la mirada, se dio la vuelta y desapareció. Un gran mareo me sobrevino y a punto estuve de caer escaleras abajo. Temblando de pies a cabeza salí corriendo y me encerré en la habitación con la señora Margarita, quien no se había enterado de nada.
La hora que estuve con la anciana en la habitación se me hizo eterna. Sentada en una silla junto a la cama, no hacía más que imaginar cosas horribles, llegando a la conclusión de que las alucinaciones de la anciana eran realmente veraces.
A las diez, la puerta de la estancia se abrió, y corriendo hasta saltar sobre mi regazo apareció Carlo llenándolo todo de babas.
Gabriel entró y chistó al perro para que saliera inmediatamente. El joven me dedicó una agradable sonrisa pero al ver mi aterrorizado semblante se arrodilló junto a la silla. Yo seguí inmóvil, sin mediar palabra.
-¿Se encuentra bien?-susurró.
Yo le miré y negué mientras se me escapaba una lágrima.
Él me agarró, haciendo que me pusiera en pie  y me sacó de allí para llevarme a la cocina donde él mismo preparó un tentempié para los dos.
-¿Ha ocurrido algo con mi madre?
-Bueno. . . le propuse salir a pasear y se enfadó mucho, pero eso no ha sido nada.
Gabriel se percató del temblor que aún se apoderaba de mí.
-¿Alguien ha intentado entrar en la casa? No sería la primera vez que intentan robar.
-¡No señor he visto algo!
-¿No me va a decir ahora que usted también sufre de terrores nocturnos?
Avergonzada y entre sollozos le expliqué lo mejor que pude mi visión.
-Yo no creo en fantasmas Don Gabriel, pero le puedo asegurar que esta noche he visto uno. Y el de un niño muy pequeño. No he sufrido ningún daño, la visión no ha hecho nada, ni siquiera ha hablado, pero el terror que me ha invadido. . .
El joven me miró seriamente. Al principio parecía estar meditando una respuesta hasta que finalmente me dijo:
-Es posible que esté cansada. Lleva muchos días trabajando duro. Puede tomarse el día libre mañana e ir a visitar a su tío.
Yo asentí un poco aliviada, pero el hecho de tener que pasar aquella noche en la casa, me causaba una presión en el pecho que nunca antes había sentido. Gabriel pareció leerme el pensamiento así que al ir cada uno a su habitación me avisó de que dejaría la puerta de su dormitorio abierta para mayor tranquilidad.
La noche fue realmente angustiosa. Bajo las sábanas, intentaba mantenerme boca arriba para que mi espalda no quedara al descubierto y no sentir esa incómoda sensación que se ancla en la columna cuando uno es presa del pánico. Es cierto que yo nunca he creído en estas cosas, siempre he sido muy escéptica pero si realmente lo había visto con mis ojos, y estos nunca me habían engañado, era porque algo había en la casa.
Finalmente caí dormida y con las primeras luces del alba salté como un resorte  de la cama y me vestí para dejar preparado el desayuno de madre e hijo.
Antes de marcharme me cercioré de cerrar la puerta del cuarto de don Gabriel quien seguía profundamente dormido, mostrando unas facciones llenas de bella serenidad.Envidiaba su profundo sueño.

Mi tío, madrugador por naturaleza, se sorprendió al verme.
Se dio cuenta en seguida de mi palidez y mis ojeras, pero simplemente le di una tópica excusa que bastó para tranquilizar su espíritu. Estaba tan cansada que me pasé todo el día dando cabezadas mientras ayudaba a mi tío en sus quehaceres diarios.
Después de comer, me obligó a echarme una larga siesta, que todos mis músculos agradecieron. Desperté descansada y con la mente clara. Y recordando lo ocurrido la noche anterior, pensé que quizás estuviese siendo víctima de la sugestión.
Mi tío me pidió que le acompañara a misa. Desde que se quedara viudo, y sin ningún hijo a su cargo, encontraba consuelo en sus oraciones diarias rodeado del resto de feligreses. Yo no era muy devota pero por mi anciano tío, el cual era como mi padre, hacía lo que fuera.
En la iglesia hacía un frío tremendo, y se estaba dejando caer la noche mientras los monaguillos encendían velas y preparaban los incensarios. Siempre me había parecido una ceremonia triste, quizás porque todavía recordaba la muerte de mis padres y mis hermanas, víctimas de la peste bubónica, y sus entierros. Yo fui la única superviviente del núcleo familiar.
A la leve iluminación de los cirios, escuchaban todos atentamente al párroco, un joven estirado recién salido del seminario, cuya dura labia ataba al rebaño con aterradoras palabras a cerca de los pecados y la salvación. Mi mente se vio tentada a desaparecer y caer dormida pero antes de que el sopor se apoderara por completo de mí, sentí el frío colarse por la puerta. Alguien había entrado en mitad de la ceremonia. Yo estaba en la última fila, muy cerca de la puerta, y cuando me giré para ver quién era, comprobé que allí estaba Gabriel mirándome con el rostro más pálido que la cera. Se acercó a mí, y antes de que pudiera hablar, adivinando lo que ocurría, me despedí de mi tío y salimos de la parroquia.
-Sé que te di el día libre y no quería estropeártelo-se excusó atropelladamente.
Observé que le temblaban las manos y la voz.
-Pero mi madre ha sufrido un ataque de locura y no la puedo controlar. Necesito que me ayudes a atarla a la cama.
Me subió tras él a su caballo y salimos galopando hacia la mansión.

Cuando Gabriel abrió la puerta de la habitación hallamos a la anciana acurrucada en un rincón. Parecía desorientada. Corrí hacia ella y sentí sus manos heladas.
-¿Cómo se ha levantado de la cama?
Gabriel me ayudó a levantarla y conducirla hasta el lecho.
-Cuando sufre este tipo de ataques se vuelve muy fuerte. Los médicos lo llaman “sansonismo”. No quieras saber lo que puede llegar a hacer. Voy a por las correas, tú enciende una bujía.
Saqué una caja de fósforos del cajón de la mesilla de Margarita y encendí la bujía. Cuando aumenté la lumbre y me fijé en el rostro de la anciana, vi que estaba lleno de arañazos y sus uñas ensangrentadas.
-Dios mío. . .
Gabriel entró con las correas de cuero en la mano.
-¡¿Qué le ha pasado?!
-No te preocupes, en seguida la curamos. A veces se autolesiona. Por eso tenemos que atarla.-dijo mientras me daba una de las correas.
Gabriel amarró la muñeca y el tobillo de la anciana con una rapidez y velocidad que delataba una actividad habitual mientras yo le miraba espantada.
-¿Y la vamos a dejar así?
-Ya he llamado al doctor. Va a venir a sedarla.
Tras curar sus heridas, ambos bajamos al salón.
-Parece haber sufrido un shock.
Gabriel asintió.
-Por eso es mejor sedarla ahora. Si esperamos más es posible que pase la noche gritando en sueños.
-¿Esto también ha sido por un terror nocturno?-pregunté sin ocultar mi sarcasmo.
-Mi madre sufre achaques propios de su edad aunque ella afirme lo contrario, y a veces no sabe dónde está. Cuando ha despertado de la siesta se ha puesto a gritar que “dónde estaba su pierna”. Le expliqué que hacía cinco años que la había perdido. Es más, no me recordaba ni a mí ni a la casa. Hasta que se ha vuelto histérica y ya no la he podido controlar.
Hubo un pequeño silencio acompañado del chisporroteo del fuego entre la leña del hogar.
-Señor, en la situación de la señora Medina. . . ¿No ha pensado en ingresarla en un sanatorio?
Gabriel dejó escapar una risa cansada.
-Créame, María, está mucho mejor aquí. Y no por su propio bien, si no por el bien de los que la rodearían en ese tipo de lugar.
Antes de que me diera tiempo a volver a interrogarle llamaron a la puerta, era el doctor. Gabriel me indicó que preparara algo para cenar mientras los dos hombres acudían a ver a la anciana.
Estuvieron un buen rato  arriba y la espera se me hizo muy pesada hasta que por fin aparecieron en el recibidor donde el señor se despidió del doctor. Con el rostro cansado, Gabriel se sentó a la mesa de la cocina.
-Creo que por esta noche no habrá que preocuparse más. Si quiere puede volver a su casa y regresar mañana.
-No se preocupe señor, prefiero quedarme, estaré más tranquila.
 -Muchas gracias.

Durante toda la noche permanecimos con las puertas abiertas, igual que hiciéramos la noche anterior. Parecía que la calma había vuelto a la casa. La lluvia golpeaba suavemente las ventanas y el cansancio se fue apoderando de mí hasta caer dormida.
En sueños escuché el chirrido del abrir y cerrar de puertas, como si las bisagras estuvieran oxidadas y su sonido me taladraba los oídos mientras los bellos de mi cuerpo se ponían de punta. Después escuché a un niño llorar y llamar a su mamá. Luego quejidos, como si un moribundo estuviera tumbado junto a mí.
El terror se estaba apoderando de mí ser. No  podía ver nada, solo sonidos, quejas, llantos, alaridos. Y lo único que quería en ese momento era despertar. Hasta que por fin lo hice con todo el cuerpo bañado en sudor.
Comprobé que aún era noche cerrada y había dejado de llover. Pero había una cosa que no había cesado, los sonidos. Las puertas de las habitaciones estaban abiertas y tuve que hacer un esfuerzo colosal para levantarme de la cama y ver si todo iba bien en el cuarto de la anciana. Y lo peor que pude encontrar es que no iba nada bien.
Margarita estaba despierta, rendida a las ataduras de las correas y mantenía su mirada fija en la pared, frente a ella, mientras susurraba algo ininteligible. Al principio pensé que estaba rezando.
-¿Se encuentra bien, Margarita?
La anciana dejó su retahíla y se giró hacia mí. Casi me caigo del espanto al ver sus ojos en blanco. No sabía qué hacer, y de repente abrió la boca como si sus mandíbulas se hubieran desencajado para abrirse de un modo sobrenatural, y desde las profundidades de su anciano cuerpo emitió un chillido tan estridente y agudo que no parecía de este mundo.
Caí al suelo, presa del susto mientras Margarita forcejeaba para deshacerse de las correas. Escuché a Gabriel corriendo hacia la habitación.
-¡MARÍA!
Pero antes de que pudiera entrar, las puertas de la sala se cerraron de golpe y con tal fuerza que varios adornos de porcelana, que colgaban de la pared, callaron al suelo haciéndose añicos. Grité alarmada mientras escucha a Gabriel repetir mi nombre y aporrear la puerta intentando abrirla sin resultado. La anciana seguía chillando y sin saber cómo, todos los objetos de la habitación empezaron a volar sobre mi cabeza, estampándose contra las paredes. Las velas de la lámpara de araña se encendieron, iluminando así el caótico espectáculo.
Me fijé en el rostro de la señora, sus labios estaban morados y de su boca brotaba un líquido negro entre horribles convulsiones. Gabriel aporreaba ahora la puerta de la sala que daba a mi habitación, pero fue inútil.
Los objetos se desplazaban cada vez más deprisa hasta que las estanterías salieron disparadas de su sitio, arrastrándose a toda velocidad por el suelo, comprobando que se dirigían hacia mí.
Salté de mi sitio y corrí hacia la puerta tras la que se hallaba Gabriel, forzando el pomo para salir.
-¡AYÚDEME, POR FAVOR SÁQUEME DE AQUÍ!
Pero Gabriel no contestó, dándome cuenta de que él ya no estaba allí, y que probablemente habría huido. Corrí hacia la otra puerta, la principal, y con una sobrehumana rapidez la cama, con la anciana encima, se desplazó hasta cortarme el paso. Ya no sabía qué hacer, hasta que me fijé en la ventana. Con un poco de suerte, si saltaba solo me rompería una pierna. Si por lo contrario no me acompañaba, me mataría pero al menos me habría librado de toda esta pesadilla.
Corrí e intenté abrir los postigos, y en ese momento una fuerza extraña, como si alguien los empujara, me impidió abrirlos y desesperada, rompí el cristal de una patada. Los pedazos titilaron sobre el suelo, y cuando estaba a punto de saltar, Gabriel apareció en el balcón agarrándome con fuerza. Había trepado por el entramado de madera de las enredaderas del jardín.
Yo temblaba y hacía grandes esfuerzos por hacer que el aire llegara a mis pulmones, pero era tal la ansiedad que el aire llegaba a duras penas. Gabriel me agarró de los hombros e hizo que le mirara, mientras los objetos de la habitación salían ahora volando por la ventana y los cristalitos de la lámpara de araña vibraban ante los giros que producía la misma.
-Escúchame, María. Vas a bajar por la enredadera y vas a correr hasta la leñera, coge el hacha y después vuelve y rompe la puerta de la habitación.
Ansiosa, negué con la cabeza, pero él me levantó por encima de la barandilla del balcón obligándome a bajar. Al tocar el suelo miré hacia arriba viendo cómo Gabriel hacía gestos para que me diera prisa. Cuando llegué a la leñera y tiré para abrirla, mi pánico aumentó, la puerta estaba cerrada y en la leñera no había ventanas. Desesperada corrí de nuevo a la casa. Busqué a Gabriel con la mirada pero ya no estaba en el balcón, y ahora, en lugar de objetos, salía un humo espeso y las llamas que prendían las cortinas.
Fui hacia la cocina intentando hallar algo que pudiera ayudarme a derribar la puerta, pero fue inútil, no encontraba nada. Subí al piso de arriba e intenté abrir la puerta de la habitación viendo cómo el humo salía bajo la puerta y escuchaba al señor toser, pero esta no se abrió.
Registré la habitación de Gabriel, no había nada con lo que forzar la puerta.Y cuando fui hacia el  despacho, mi cuerpo se paró ante la visión del niño que viera hacía dos noches. Ahora me miraba directamente a los ojos, se dio la vuelta y salió corriendo, y sin saber porqué, le seguí escaleras abajo.
El pequeño corrió por los largos pasillos de la casa hasta atravesar una puerta y desaparecer. Había bajado al sótano.
Abrí la puerta, y observé la tremenda oscuridad que cubría el lugar. La humedad del sótano era fría e intensa, y ni la luz de la luna se colaba por las ventanas. Recordé entonces que Gabriel guardaba algunos utensilios de jardinería y labranza allí abajo. Intenté correr en la oscuridad, palpando los objetos. Sentí un frío horrible, o más bien unas manos que me tocaban los hombros. Me quedé paralizada, sin aliento, y de repente noté como esas mismas manos colocaban un objeto en las mías. Luego, la inmovilidad que me apresaba se esfumó y corrí escaleras arriba.
Me di cuenta de que en mis manos portaba una azada y al llegar a la puerta de la habitación la golpeé con todas mis fuerzas, hasta partir el pomo. Esta se abrió y una ráfaga de humo y aire me golpeó en la cara. Las llamas ascendían por las paredes hasta cubrir el techo por completo. Parecía una estampa del mismísimo infierno. Entré dentro pero en seguida tuve que retroceder. El calor era demasiado intenso y cortaba mi respiración. Pero aún así, me agaché y fui a gatas al ver el cuerpo inconsciente de Gabriel. Le agarré con todas mis fuerzas y le fui arrastrando hacia la puerta. Pero al pasar junto a la cama de la anciana, vi que esta había sido volcada y que la anciana ya no estaba en la habitación. Al salir de ella, Gabriel volvió en sí y comenzó a toser fuertemente.
-¡Su madre señor! ¿Dónde está? No la he visto en la habitación.
Y sin darme ningún tipo de explicación, Gabriel me agarró del brazo y salimos corriendo por el pasillo escaleras abajo hasta llegar a la puerta principal. La abrió y fue entonces cuando supe que probablemente fuera cierto que estábamos en el infierno.
Ante nosotros se alzaba una criatura de tres metros, de cabellos llameantes, ojos desorbitados, con una multitud de miembros deformes, y por su boca escupía un vómito tan negro como la pez. Me fijé que en lugar de piernas se alzaba sobre una increíble y poderosa cola de serpiente. Pareciera que estuviéramos en presencia de una reina de los demonios, una reina decadente pero poderosa llena de rabia, rencores y maldad.
Emitía unas palabras sin sentido, con voz ronca y profunda como una caverna. Sentí cómo la cabeza me daba vueltas y mis miembros se tornaban flácidos, sin fuerzas.
-¡MARÍA!-me gritó Gabriel mientras me zarandeaba- ¡No te desmayes!
Volvió a agarrarme y salimos corriendo en dirección contraria hacia la puerta trasera de la casa. Había que atravesar tres salas y un largo pasillo mientras la infernal criatura serpenteaba tras nosotros destrozando todo a su paso.
De repente, algo se materializó frente a nosotros.  ¡Otra vez el niño! ¡Y no estaba solo! Tras él, atravesando la puerta del sótano, surgieron, lo que a mí me pareció, cerca de un centenar de figuras traslúcidas, con forma de hombres y mujeres, cuyos rostros se fueron definiendo poco a poco. Unos rostros llenos de tristeza, resentimiento y quizás sed de venganza.
Y en el mismo momento en que el ser diabólico cruzó su mirada con la hueste fantasmal, paró en seco su carrera y empezó a emitir una serie de gemidos mientras reculaba por el pasillo  como si intentara buscar un cubil donde guarecerse.
Las figuras nos atravesaron mientras continuábamos inmóviles ante la increíble visión, sintiendo el frío que portaban las almas de aquellos desdichados. Pero fue inútil que la bestia escapara.
La multitud la rodeó, y como si se alimentaran de su sucia alma, envuelta en gritos, se fue haciendo pedazos, mientras le eran arrancados sus ahora pútridos miembros, hasta no quedar siquiera los huesos. Y con el último grito de angustia del monstruo, las almas salieron disparadas hacia el piso de arriba, atravesando el techo y el tejado y perdiéndose en la oscuridad de la noche.
Fue entonces cuando el silencio se apoderó de todo. Un extraño silencio que a la vez portaba calma y alivio. Desde ese momento no recuerdo nada más salvo que desperté tres días después en casa de mi tío. Este me explicó que habíamos sido víctimas de un trágico incendio que desgraciadamente se había cobrado la vida de la señora Medina. Asentí sin dar ninguna respuesta ni explicación, a pesar de saber que lo que mi tío me narraba no era más que un encubrimiento de la verdad por parte de Gabriel, quien vino a visitarme esa misma tarde al enterarse de mi despertar.
Serían las cinco de la tarde cuando la puerta de mi habitación se abrió tímidamente, dejando ver tras ella el cansado rostro de Gabriel.
A pesar de sus perpetuas ojeras una luz iluminaba su rostro y me sonrió como si con esa sonrisa se disculpara silenciosamente. Se quitó su sombrero de copa y se sentó junto a mi lecho en una butaca. No le dije nada, simplemente le miré interrogante y reconozco que con cierto enfado.
-Creo que le debo una explicación, María.
Yo negué con todas mis fuerzas ahora que volvía a recordar todo lo ocurrido pensando que la pesadilla se repetiría de aquí a la eternidad sin ningún remedio, grabándose a fuego en mi mente. Mis lágrimas parecieron asustarle pero él insistió, prometiéndome que me encontraba a salvo y que él mimo se había  encargado de que así fuera.
-Escúcheme, María. Quiero que atienda a mi historia porque solo aclarando los hechos podrá encontrar la paz.
Me agarró con fuerza de la mano al ver que mi cuerpo se apoderaba de un espontáneo temblor.
-Mi vida siempre ha estado envuelta en circunstancias extrañas, quizás no tan terribles como la que vivimos ambos, pero todo está conectado y gracias a Dios ha llegado a su fin.
Mi madre siempre ha tenido el don. Se comunicaba con las ánimas desde que era muy pequeña pero en su juventud conoció a ciertos individuos que la condujeron por el camino incorrecto haciendo de su don una verdadera pesadilla para las almas que quedaban atrapadas en este mundo, utilizándolas como si fueran las fieras de un circo.
Fue la médium más famosa de su época. Viajó en muchas ocasiones a París, Berlín, Nueva York, e incluso Moscú, haciendo alarde de su don.
Después conoció a mi padre el cual la insistió mucho en que saliera de ese mundo sabiendo que tarde o temprano repercutiría sobre su esposa de una manera negativa.
Mi madre accedió a su petición hasta que yo cumplí cinco años.
De modo clandestino, mi madre acudía a las casas de las aldeanas para hacer sesiones privadas de espiritismo, hasta que un día, una sesión se le fue de las manos y aquel espíritu colérico la siguió hasta casa. Creo que la intención de aquella alma descarriada no era otra cosa que ser liberara. Mas como mi madre decía “todo forma parte del juego”, ella no le quiso liberar. Ahora le pertenecía para sus juegos de salón. Y en venganza por ello el ánima acabó con la vida de mi padre tirándolo por un acantilado.
En esa época vivíamos en Galicia y las gentes de la aldea, muy propensas a las creencias del más allá, afirmaban haber visto a mi difunto padre caminando al borde del precipicio.
Desolada, mi madre decidió que nos mudaríamos a Toledo, donde compramos esta casa a las afueras del pueblo. No siguió haciendo rituales a terceros si no que se centró en ella misma, utilizando su tremendo poder para apresar a cuantas almas pudiera en venganza por la muerte de mi padre.
Esto la convirtió, con los años, en un auténtico demonio.
Su pierna la perdió, no en un accidente, ni por la gangrena, ella misma la ofreció como sacrificio para adquirir más poder de a saber qué fuerza oscura.
Quise huir muchas veces pero temía que se pudiera convertir no solo en el azote de los muertos si no también en el de los vivos, ya que la creía capaz de matar a alguien con tal de hacerse con su alma.
Mi vida ha sido un continuo ir y venir entre ambos mundos. Yo también podía verlos a ellos. Me pedían ayuda, pero nada podía hacer yo. Tan inútil fui que solo la unión de estos sutiles prisioneros fue lo que hizo posible la caída de la que en un ayer llamé madre.
El relato paró y al cabizbajo rostro de Gabriel lo inundó la tristeza. No sé cuánto tiempo se apoderó de nosotros el silencio. ¿Qué podía decir yo? ¿Estuve a punto de morir por su negligencia, por su estupidez, o simplemente por su temor?
-¿Puedo preguntarle algo?
Él asintió.
-¿A dónde iba todos los días? ¿Qué hacía realmente fuera de casa?
Gabriel me puso un medallón en las manos. Era un guarda fotos. Lo abrí, y en su interior hallé dos rostros idénticos de dos pequeños infantes. Al niño de la derecha lo reconocí enseguida, era el propio Gabriel, pero cuando observé al de la izquierda, el bello de mi cuerpo se erizó, no sé si de terror o de emoción. ¡Era el niño de la casa!
-Es mi hermano Samuel. Todos los días voy a visitarlo al camposanto.
-¿Cómo. . .?
- Murió en la casa, no sé cómo, era muy pequeño y lo único que recuerdo es la indiferencia de mi madre hacia su muerte.
Sólo él y mi madre saben lo que ocurrió, pero él ha sido más listo que yo y aunque le haya llevado casi treinta años acabar con esto lo ha conseguido.
Ahora la casa no es más que cenizas y yo volveré a la antigua casa de mi padre en Galicia.
Siento haberla involucrado en todo esto, María. Sus poderes eran cada vez más flojos e intermitentes y pensaba que tarde o temprano vendría la parca a visitarla. Lo que no sabía era que realmente la había logrado esquivar. Solo quiero que acepte mis disculpas y este presente.
Me dio un sobre sellado pero al ir a abrirlo me sostuvo las manos.
-No lo abra hasta que me haya marchado por favor.
Yo asentí, extrañada, mientras él se levantaba y salía por la puerta. Pero al abrirlo no tuve más remedio que salir corriendo en su busca en medio del frío de la tarde.
-¡Señor!
Él se giró y me sonrió.
-¡No puedo aceptar esto!
-Estuvo a punto de morir por mi causa y sé que su vida vale mucho más que esto, pero por favor acéptelo o me sentiré culpable eternamente.
-¡Es la herencia de su madre! No la puedo aceptar.
Finalmente cogió el sobre y me miró arrepentido.
-¿No hay nada que yo pueda hacer por usted para agravar el daño?
-Nada podrá en mi vida borrar lo que pasó, y sé que si me quedo aquí, lo ocurrido me perseguirá para siempre. ¿Podría llevarme con usted? Yo seré su ama de llaves, y si quiere no tendrá que pagarme más que lo necesario.
Gabriel soltó una carcajada amable, cubrió mis hombros con su brazo y caminando de vuelta a mi casa me dijo:
-No se me ocurre mejor comienzo para una novela victoriana.

 http://www.academiaeditorial.com/web/wp-content/uploads/2011/04/c-Copyright.jpgInmaculada Martín del Campo-"13 Cuentos Misceláneos"