jueves, 23 de octubre de 2014

Rosa Ayuso López- ¡Ya! Con solo cuatro años soy un juguete roto.

Esta novela no es un relato cualquiera, es una realidad que viven, han vivido y vivirán muchos niños y sus respectivos padres. Una historia basada en hechos reales que plasma un retrato desgarrador sobre el bulling en los colegios, pero lo que más entristece es que este mal hábito denominado "acoso", pueda llegar a comenzar en educación infantil.
La historia que ha escrito Rosa crea verdadera impotencia, pues la protagonista, Luna, madre de un niño de cuatro años, Alex, tiene que soportar los desprecios de los propios docentes que niegan el acoso, o simplemente le restan importancia alegando que "Son cosas de niños".

Los niños, son niños, eso nadie lo niega, pero todos sabemos que un infante no distingue el bien del mal y hay que enseñarle valores. No puedes escudarte en que es pequeño y no lo entiende, y a la siguiente frase decir "¡Qué listos son los niños de ahora! ¡Qué rápido aprenden, parecen esponjas!".
Las esponjas absorben todo, tanto lo bueno como lo malo, por eso hay que hacer que el agua que absorban no esté contaminada, y eso se hace a través de una buena educación.

Es cierto que todas las familias tienen sus problemas, y que los niños acosadores probablemente vivan en un hogar desestructurado, no se les haga el caso suficiente, o simplemente se les ha colgado el cartelito de "Eres malo", mientras que al acosado se le pueden colgar cientos de cartelitos como: "Gordo", "Tonto", "Débil", "Bizco", y un largo etc. Desgraciadamente, el acoso muchas veces no se queda en simples palabras y al final puede llegar a las manos.

En este libro se relata el sufrimiento del niño, de la madre, la mala gestión del colegio, y consejos para hacer que el niño acosado eleve su autoestima y mejore su rendimiento escolar; pues una de las curiosidades que nos encontramos es que existe un perfil definido del acosador pero no del acosado.
Luna se sumerge en sus libros de psicología para llegar a entender cómo se puede dar un caso tan extremo en niños tan pequeños, cuando se suele dar más en la adolescencia.

El acoso es producto de una educación escasa y también de la sociedad en general, que ha decidido darle la espalda al problema repitiendo siempre la frasecita "Son cosas de chavales", pero nadie se pone en la piel del niño ni en la de sus familiares. Se hace la vista gorda, y si la sociedad, los docentes, y los padres no se ponen de acuerdo a cerca de dónde acaba la educación parental y dónde comienza la escolar, poco podremos hacer. Es trabajo de todos educar bien a nuestros niños porque son el futuro de nuestro país, y de todo el mundo. Yo, personalmente, no me gustaría tener como presidente del gobierno a un niño que se dedicaba a robarle el bocata a sus compañeros, hacerles la zancadilla, etc, Tampoco  quiero que sea un niño acosado, pues a veces, el acosado se vuelve acosador.

Hagamos un esfuerzo por abrir los ojos a todo el mundo y saber distinguir cuándo es un juego de niños, y cuando delincuentes en potencia, como decía la profesora de "Manolito Gafotas".

Si queréis leer el libro, lo podéis solicitar directamente a la autora en esta dirección:


martes, 14 de octubre de 2014

Noche de Cabaret, primer relato de 13 Escalofríos

Se acerca Halloween y también el lanzamiento de "13 Escalofríos" Así que, para ir abriendo boca, comparto con vosotros el primero de sus 13 relatos, "Noche de Cabaret".


 Noche de Cabaret


Las hojas secas correteaban empujadas por el viento a lo largo de la solitaria calle, iluminada por la fría luz de las farolas. El caballero paseaba con calma luciendo un caro bastón, traje negro y sombrero de copa. Sus manos enguantadas colocaron su pajarita mientras se miraba en un escaparate y después atravesó un pequeño parque hasta ir a parar a un barrio de calles estrechas y bullicio constante.
Las gentes iban y venían de los clubs nocturnos más exclusivos luciendo sus preciosos trajes estilo años treinta. El caballero fue dejando atrás todo ese jolgorio hasta encontrarse frente a la pequeña entrada del recinto. Un cartel luminoso, plagado de bombillas blancas, rezaba: Kali Club. El hombre llamó con los nudillos y al instante se abrió la puerta, el portero le saludó y le invitó a entrar con un gesto educado.
­—Buenas tardes, Travis —saludó el caballero quitándose los guantes y el sombrero para dárselos al portero.
—Buenas noches, señor.
El caballero le ofreció una propina y el portero le dio las gracias, desapareciendo tras la puerta del guardarropa.
Apartando las rojas cortinas de terciopelo, entró en el oscuro local lleno de humo. Aún no había comenzado el espectáculo principal, pero la orquesta ya animaba el ambiente. Damas y caballeros aguardaban sentados tomando martinis secos y cócteles de diferentes colores. El caballero se dirigió hacia una de las mesas más cercanas al escenario y tomó asiento junto a una joven de cabello negro y largas pestañas. Esta sonrió, y apagando su cigarrillo en un cenicero de cristal le dio un beso, luego miraron el escenario y se concentraron en la alegre música.
Las paredes del club estaban adornadas con pinturas de dioses hindúes de numerosos brazos y serpientes de múltiples cabezas. Al fondo del escenario, una figura de la diosa Kali, de vivos colores, vigilaba desde su podio con feroces ojos, mostrando su larga lengua. Las luces rojas la hacían parecer bailar entre llamas como si hubiera cobrado vida.
Los músicos se movían alegres al son de sus propios instrumentos, lanzando miradas de complicidad al público. La mayoría tocaban instrumentos de viento: trompetas, oboes, clarinetes... y luego estaba la bella percusionista, ataviada con brazaletes y velos, como una auténtica diosa hindú.
Cuando el local estaba a rebosar, las luces se apagaron, la música cesó y lo único que se vislumbraba en la oscuridad eran los brillantes ojos de la diosa Kali. Un oboe empezó a sonar; su melodía era triste, melancólica, y un foco azulado como la luz de la luna alumbró una figura enlutada que fue caminando hasta el centro del escenario, presentó sus respetos a Kali, y después, deshaciéndose de la capucha de su hábito, descubrió su rostro al público. Era un hombre de tez blanca, ojos profundos y melena negra. Su figura larga y enjuta le hacía parecer de otro mundo y su mirada recorría la sala escrutando cada rostro.
—Buenas noches —dijo con voz profunda— y sean bienvenidos al Kali Club, santuario del misterio, del castigo y el terror.
El público guardaba un escrupuloso silencio.
—Sepan, que de todos los mortales de la ciudad, ¿qué digo de la ciudad? ¡De la tierra!, son ustedes los más afortunados por estar aquí esta noche. Un gran espectáculo les aguarda, y nuestra diosa —dijo señalando la estatua— les colmará de bendiciones. Para dar comienzo a la velada, quiero presentarles a una singular jovencita llegada desde la mismísima Calcuta. Les presento a ¡Nieve Kumar, La Princesa de los Mil Velos!
El foco se apagó y cuando volvió a encenderse, sobre una alfombra en el suelo había una joven de no más de dieciséis años. Se encontraba sentada y todo su cuerpo lo cubría un velo blanco. La orquesta comenzó a tocar y ella se desprendió de la tela blanca, mostrando su rostro y su magnífico vestido. La música era alegre, pero al ver la cara de la niña, el público no pudo evitar soltar una exclamación. Su faz era perfecta salvo su labio leporino. La joven tomó el velo, moviéndolo con gracia, y durante su baile, sin moverse del suelo, fue deshaciéndose de otros velos de colores amarrados a su cintura como si fueran los pétalos de una flor, dejando al descubierto cuatro piernas raquíticas y deformes. De cintura hacia arriba su cuerpo se contoneaba como la más experta de las bailarinas mientras sus extremidades inferiores permanecían quietas, inertes y lacias como si se tratara de los tentáculos de un pulpo moribundo.
Cuando terminó la danza, los espectadores le ofrecieron un dudoso aplauso mientras el presentador salía a escena.
—¡Nirve Kumar, señoras y señores! ¡Nuestra dama araña, Princesa de los Mil Velos!
Dos personas vestidas de negro y luciendo un bombín, tomaron a la bailarina, y sentándola en un carricoche, la sacaron de escena mientras saludaba con la mano. Los focos de colores se apagaron y se volvió a encender la luz azul, el presentador carraspeó y después sonrió a la concurrencia.
—A continuación les mostraremos algo más peligroso, pero no tengan miedo, la seguridad está por encima de todo. ¡Disfruten pues de las artes de Hakim!
El público aplaudió y la escena se iluminó de rojo. Un hombre alto salió a través de las bambalinas, era muy moreno, con una barba de chivo y un turbante inmaculado. Sus pantalones bombacho a juego con su chaleco azul le hacían parecer un personaje de Las mil y una noches. Sus pies descalzos anduvieron sobre el escenario hasta una mesa sutilmente escondida en un extremo, y en cuanto la música dio comienzo Hakim prendió dos varas y empezó a escupir fuego como un auténtico dragón. Otras veces apagaba las varillas con su boca o hacía malabares con ellas, creando círculos de fuego en el aire. Después pasó del número del tragafuego al del faquir, clavándose larguísimas agujas en lengua, mejillas, cejas, nariz, incluso párpados, sin derramar una sola gota de sangre.
El caballero de la primera fila aplaudía fascinado mientras su joven acompañante se tapaba los ojos sin poder evitar un escalofrío.
—¡Es fascinante! —decía él.
El resto del espectáculo fue tornándose cada vez más esperpéntico. Al faquir le siguieron unas hermanas siamesas contorsionistas, un enano ventrílocuo y un monologuista con elefantismo, con el cuerpo monstruosamente deforme, haciendo chistes sobre sí mismo mientras el resto se desternillaba de la risa. La mujer que acompañaba al caballero estaba cada vez más pálida y él tuvo que detenerla en dos ocasiones antes de que saliera corriendo de allí.
—¡Es algo único! ¡¿Y tú quieres perdértelo?!

Cuando el espectáculo terminó, la joven fue la primera en salir por la puerta mientras el caballero corría tras ella, poniéndose apresuradamente la chaqueta y el sombrero.
—¡Vamos Nina! No ha estado tan mal.
Ella siguió golpeando el suelo con sus tacones a cada paso.
—¿Por qué te disgustas? Ha sido muy pintoresco.
—No, Jack, ¡ha sido cruel! —dijo dándose la vuelta.
—¿Cruel? Esas personas también tienen derecho a vivir del mundo del espectáculo.
—¡No viven de eso, viven de las burlas de los espectadores! ¡Es repugnante!
—Yo no me he burlado —se defendió él.
—¡Claro que sí, te has reído!
—Bueno, la mayoría eran números cómicos.
Nina negó con la cabeza y siguió caminando. Jack era una de esas personas que no entendía la palabra empatía.
¡Venga, Nina. . .!
Ella le miró con el rostro encendido.
—Me gustaría verte en su pellejo, ¿sabes?
Él dibujó una sarcástica sonrisa, sabiendo que eso no ocurriría en la vida.
—Eres un desalmado.
Y se alejó entre el gentío de la calle.
«En fin, otra más para la lista negra», pensó.
De camino a casa volvió a pararse en el mismo escaparate a retocarse la pajarita y guiñarse un ojo a sí mismo. Las mujeres no entendían su visión de la vida. Él intentaba hacerlas ver que siempre habrá ganadores y perdedores, ricos y pobres, guapos y feos, y él era un compendio de la perfección en sí mismo. No entendía entonces por qué las chicas huían escandalizadas de su lado.
Al entrar en su ático y encender las luces, se recreó en la vitrina de trofeos de billar. Siempre que tenía ocasión, presumía de sus dones con el taco, era realmente bueno, pero su obsesión también le hizo perder alguna que otra pareja. «Envidia», pensaba siempre.
Tras ponerse su pijama de seda gris y tomarse una última copa disfrutando de las vistas de la ciudad, se fue a la cama como quien ha tenido un duro día de trabajo. Realmente no le importó estar solo, compartir su cama le resultaba incómodo. La brisa otoñal soplaba golpeando los cristales en un ir y venir y eso hizo que su mente se fuera sumergiendo en un profundo sopor. El sueño pronto se apoderó de él y le arrastró a su mundo.
En esa misma casa, al otro lado de la realidad, alguien llamaba a la puerta, tres toques y paraba, otros tres toques y paraba. Le resulto extraño que, fuera quien fuera, no usara el timbre. Fue hasta la puerta y miró por la mirilla, pero no vio a nadie. Cuando ya se disponía a volver a la cama, otros tres golpes volvieron a sonar. Jack dudó un segundo, pero finalmente abrió la puerta. Al principio no podía creer lo que veía, luego trastabilló y cayó al suelo. Ante él había una mujer de piel azul, pelo negro y ojos terroríficos, que le miraban con gesto amenazante. En uno de sus cuatro brazos portaba un tridente y su macabra vestimenta estaba compuesta por calaveras en su cintura y miembros amputados formando una falda. La diosa Kali le observó y avanzó hacia él a grandes zancadas, abriendo la boca y sacudiendo su larga lengua. Sus pupilas se tornaron rojas y un profundo aullido salió desde su abdomen envolviendo a Jack en aquel aterrador sonido. Se tapó los oídos y cerró los ojos con fuerza, esperando que al abrirlos aquella imagen hubiera desaparecido, pero no funcionó, y ahora la diosa acercaba su hercúleo brazo hasta agarrarlo por el cuello y elevarlo por encima de su cabeza. Sintió cómo sus uñas se le clavaban en la piel y la sangre corría cuello abajo mientras intentaba respirar desesperadamente, al tiempo que los dedos le aprisionaban con cada vez más fuerza hasta perder el sentido.
Cuando despertó lo hizo con un alarido, bañado en sudor y los puños cerrados. Corrió al baño y se miró al espejo, en su cuello no había ni una solo marca, sin embargo el dolor había sido tan real...

A la mañana siguiente, Jack se fue a trabajar. Lo hacía en una oficina de seguros, siendo el vendedor número uno de toda la compañía, cosa que no dejaba de restregar en las narices a cualquiera que estuviera por debajo de él, es decir, a todo el mundo. Pero ese día acudió a su puesto con un aire inquieto, su rostro mostraba unas profundas ojeras y no hacía más que llevarse una mano al cuello y frotárselo como si algo le hubiera picado.
En el primer descanso corrió al baño, se mojó la cara y volvió a revisar su reflejo cuando vio algo que antes no estaba ahí. En su piel, justo por donde la monstruosa diosa le había agarrado, le estaban creciendo unas pequeñas escamas de color grisáceo. Asustado y con mano temblorosa, las tocó con la punta de los dedos; eran viscosas y suaves y sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. Se acercó más al espejo para verlas mejor y arrancó con fuerza una de ellas, a la vez que soltaba un pequeño grito de irritación, viendo como se había levantado la piel y un hilo de sangre caía por su cuello, manchándose la camisa. Buscó algo de papel y se la secó con premura.
¿Qué le estaba sucediendo? ¿Sería una enfermedad?, ¿Se la habrían pegado los freaks  del cabaret?
Cuando su jornada terminó, fue el primero en salir por la puerta, rodeando su cuello con una bufanda de franela blanca. Ni siquiera se despidió del resto, que lo miraban extrañados pues casi siempre les apremiaba para quedarse a tomar unas copas al salir de la oficina. Al llegar a casa y quitarse la bufanda comprobó espantado que no solo la herida se había regenerado, sino que las escamas se iban extendiendo, y no solo por el cuello, también por el pecho, la espalda y los brazos.
Corrió entonces a por sus cosas para visitar a su médico de confianza, pero justo cuando estaba a punto de salir por la puerta cambió de opinión y decidió telefonearle para que acudiera a su casa. No podía arriesgarse a que lo vieran así, su cara ya empezaba a mostrar un pequeño grupo de escamas.
El doctor tardó una hora en llegar, durante la cual Jack no paraba de examinar el lento pero constante cambio en su piel. Cuando llamaron a la puerta y el doctor le vio la cara, frunció el ceño y se apresuró a entrar.
—¡¿Qué le ha pasado?! —le preguntó sin quitarse el abrigo ni el sombrero.
Sostuvo su cabeza entre las manos y le observó cuidadosamente bajo los cristales de sus gafas.
—¡Dios mío! Cuando me dijo que se le estaba escamando la piel, pensé que se refería a otro cosa, no que fuera literal.
—¿Sabe por qué puede ser?
—En mi vida había visto esto. No es soriasis, ni esclerodermia, ni nada que se le parezca. ¡Son escamas auténticas!
El médico le liberó y rebuscó en su maletín hasta sacar unos guantes de látex, unas pinzas y un botecito de cristal tapado con un corcho.
—Voy a tomar una muestra.
Le arrancó una escama del brazo y la guardó en el bote.
—Se la llevaré a un colega especialista de la piel, pero es muy raro, no sé qué me va a decir.
—¿Y no puede frenarlo?
El médico le miró confundido.
—No sé de qué se trata, si te receto algo podría empeorar. Lo mejor es que te quedes en casa y no tengas contacto físico con nadie.
—¡¿Es infeccioso?!
—No lo descartaría, así que es mejor ser precavidos.
Jack asintió mientras acompañaba hasta la puerta al médico.
—Muchas gracias doctor.
—No se preocupe, ahora mismo iré a visitar al especialista. Aguarde mi llamada.

La tarde se hizo más agónica aún, pasándosela jugando al billar en su mesa de lujo, obligándose a no mirar el espejo. Desesperado, dejó el taco, se sentó en el sofá y se puso a escuchar la radio. Sintonizó las carreras de caballos e intentó concentrarse en la excitada voz del locutor. De cuando en cuando, lanzaba una mirada al teléfono, empeñado en no sonar, cuando de repente llamaron a la puerta. Jack corrió hacia ella, miró por la mirilla y abrió rápidamente al ver que el doctor había regresado.
—¡Hemos de tomarle sangre inmediatamente! —dijo al entrar seguido por otro hombre con un maletín— ¡Oh, Dios Santo!
Ambos médicos le miraron boquiabiertos, las escamas ya le habían cubierto por completo la cara y los brazos, y al ver su reacción, se palpó la cara y salió corriendo para reunirse con el espejo del baño. Pero los médicos le detuvieron.
—¡No podemos perder ni un segundo Jack! Siéntese y descúbrase un brazo.
Este obedeció y el dermatólogo miró incrédulo el miembro escamoso del paciente.
—Madre de Dios... —susurró.
Este tenía escamas sobre la parte externa del brazo, sin embargo, en la interna, la zona donde le iban a practicar el análisis, era lisa como la barriga de un reptil, con pequeñas franjas, fina y elástica. Le ataron una goma al brazo y le sacaron sangre sin problema alguno. Sin embargo, cuando el médico tomó la jeringuilla para introducir el líquido en una probeta y no contaminar la muestra, vio que había algo extraño. El dermatólogo se dio cuenta de la expresión de su compañero y le preguntó qué ocurría.
—¡La sangre está fría!
—¡No puede ser! —dijo cogiendo la muestra.
—¡Es como si realmente estuviera convirtiéndose en un reptil!
Jack los miraba horrorizado.
—Guarda la muestra —le ordenó al de cabecera— Jack, por favor, abra la boca y enséñeme la lengua.
Cuando lo hizo, los dos médicos ahogaron un grito. Jack mostraba una lengua larga, plana y bifurcada.
—¡Tenemos que llevarle a un hospital! —dijo el dermatólogo.

Una vez ingresado, fue declarado en cuarentena. Los médicos que le practicaron las pruebas iban meticulosamente tapados con batas, guantes y mascarillas para evitar cualquier contagio y Jack no hacía más que someterse a rayos X y análisis de todo tipo.
Ya de madrugada le dejaron tranquilo y tras inyectarle un sedante, cayó profundamente dormido. Fue entonces cuando volvió a verla a ella, con su lengua roja, sus feroces ojos, su tridente en ristre lista para atacar mientras sus risotadas le taladraban los oídos. Despertó entre jadeos y cuando fue a bajarse de la cama para ir al baño, cayó de bruces contra el suelo. Sus piernas no parecían responderle del todo pero cuando se giró hacia ellas comprendió todo. Ambas se habían fusionado y crecido hasta convertirse en una larga cola de serpiente llena de escamas, que ahora en lugar del tono grisáceo del día anterior lucían tan blancas como la leche.
—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó.
Una enfermera y un médico entraron tapados de pies a cabeza y le devolvieron a la cama. Después de ver su transformación fue llevado nuevamente a la sala de rayos X donde comprobaron que las piernas de Jack  efectivamente habían mutado hasta convertirse en una extensión de su columna vertebral.
—¡Doctor, ayúdeme! ¡No quiero convertirme en un monstruo de feria!
El médico le tranquilizó y le aplicó otro sedante aún más fuerte. Volvió a dormir, pero esta vez no soñó.
Al despertar se sintió algo aturdido y desorientado, y cuando fue a mover los brazos, comprobó que se hallaba atado de cola y manos por unas correas a la cama.
—¡¿Doctor?! —llamó, pero nadie contestó—.
¡¿Doctor?!—dijo más fuerte.
Al poco apareció el médico acompañado por dos celadores.
—No se preocupe Jack, intente calmarse. Si se estresa demasiado no vamos a poder hacerle la vivisección.
—¡¿Qué está diciendo?! ¡¿Por qué me hacen esto?! ¡Pensaba que querían curarme, no tenerme de cobaya humana!
—Técnicamente usted ya no es humano, es un mutante. ¡Pero debería sentirse orgulloso de los avances que va a aportar a nuestra investigación! —dijo alegremente—. ¡Venga!, llévenle a la sala de operaciones.
Los dos celadores agarraron la camilla y la empujaron por los pasillos mientras Jack gritaba que le soltaran. Al entrar en el quirófano, un gran grupo de médicos y enfermeras aguardaba impaciente. Jack sintió un miedo terrible al ver una mesa cubierta de instrumentos quirúrgicos brillantes y puntiagudos y el corazón se le aceleró. Uno de los médicos le hizo un gesto a la enfermera que tenía al lado y se acercó al paciente con una jeringuilla en la mano.
—No se preocupe, señor, es solo un calmante.
Pero la aguja nunca llegó a traspasar su piel, pues con una fuerza sobrehumana se deshizo de las correas y dando fuertes coletazos dispersó a todos los médicos que hicieron lo posible por detenerle. De repente, soltó un bufido y dejó ver un par de largos y finos colmillos mientras sus pupilas reptilianas se hacían cada vez más delgadas y puntiagudas.
—¡Atrás! —les advirtió un doctor al resto de los presentes— ¡Es posible que ya haya generado su propio veneno!
El paciente se alzó sobre su cola, ya no tenía ni pelo ni orejas, y a pesar de tener toda la piel llena de escamas blancas, de cintura hacia arriba seguía conservando su figura humana: la cabeza, el tronco y los brazos. Era como uno de esos seres de la mitología hindú, una naga, mitad hombre, mitad serpiente, y además albina. Jack aprovechó el temor del equipo médico para huir violentamente por la puerta del quirófano, serpenteando con fuerza y llevándose por delante a todo aquel que le cortara el paso.
Cuando consiguió llegar a la calle no supo qué hacer ni a dónde ir. No podía dejar que nadie le viera así, y mucho menos que le capturaran y le volvieran a meter en esa sala. Así que decidió bajar a las cloacas de la ciudad, donde los resbaladizos y anegados túneles le permitían un desplazamiento más rápido y seguro. ¿Pero qué haría ahora? ¿A quién pediría ayuda? Toda su familia vivía en la otra punta del país, y nunca cayó en la trampa de tener amigos íntimos, eso te ataba y te hacía cumplir compromisos estúpidos. Si al menos supiera cómo llegar hasta su casa desde los bajos de la ciudad. . .
Cansado de vagar por aquel laberinto, decidió descansar un poco y entonces se dio cuenta de que tenía muchísima hambre. Algo correteó en la oscuridad e instintivamente su boca se lanzó hacia una rata, inoculándole el veneno a través de sus colmillos para después engullirla. Pasó un largo rato de caza y cuando la saciedad apareció, decidió descansar un poco. No quería dormirse, pues tenía miedo de que lo descubrieran a pesar de no haber dejado ninguna pista que delatara su paradero. Pero al cabo de una hora, el agua y las paredes de las cloacas comenzaron a temblar. Al principio pensó que se trataba de un terremoto o algo similar, pero cuando se asomó al túnel principal comprobó que era algo mucho peor. Allí mismo, avanzando rápidamente, estaba la diosa Kali olfateando el aire y buscando en cada resquicio de la alcantarilla. Jack dio media vuelta y salió serpenteando lo más rápido que pudo pensando que nunca sería alcanzado por ningún ser bípedo. Pero no se había cerciorado de que quien lo perseguía era un ser divino y en cuanto estuvo a tiro, Kali le lanzó su tridente clavándoselo de lleno en la cola, entonces Jack se derrumbó y perdió la conciencia.

Una música alegre, una voz profunda, aplausos, eso fue lo que le hizo volver en sí, y cuando despertó por completo, prefirió no haberlo hecho. Se encontraba enjaulado y encadenado, rodeado de gente extravagante. Unos se vestían con trajes de vivos colores, otros retocaban su maquillaje y otros parecían estar ensayando un número teatral o circense. Jack se espantó al reconocer a todos y cada uno de ellos, ¡eran los monstruos del cabaret! La bailarina de cuatro piernas se acercó en su carricoche y le miró con su leporina sonrisa.
—¡Vaya, uno nuevo! Ya estaba tardando demasiado en caer la maldición sobre otro desgraciado.
—¿Qué maldición? —preguntó con voz siseante.
—Kali no soporta que se rían de los suyos... lo siento de veras. Pero ¡Oye, vas a ser todo un exitazo en la función de hoy! Te diría que te rompieras una pierna, pero no tienes.
Y con una risotada, la bailarina se alejó de la jaula.
—¡Con todos ustedes... —se oyó desde el escenario— Jack, nuestro hombre serpiente albino!
Unos chicos agarraron la jaula y le llevaron hasta el escenario dónde los focos deslumbraron sus ojos, mientras escuchaba los comentarios y exclamaciones de los espectadores, y un actor vestido de faquir le hizo bailar al son de su flauta, música que tuvo que bailar cada noche durante muchos, muchos años.

 Autora: Inmaculada Martín del Campo.
Noche de Cabaret, 13 Escalofríos 



 





viernes, 12 de septiembre de 2014

Oscura Sugestión, relato del libro 13 Cuentos Misceláneos. De Inma Martín del Campo.



                         
                                     OSCURA SUGESTIÓN

Hacía tiempo que le venía observando. Su figura, su mirada su tristeza.  El rostro siempre oculto bajo sus largos cabellos, y su semblante pensativo. Parecía lleno de dolor, como si hubiera perdido lo más importante de su vida, pero tenía miedo a acercarme a él. Tenía miedo de molestarle, de que me rechazara.
Hoy me he cruzado con él en la plaza del pueblo. Bajo la lluvia todos los aldeanos corrían a resguardarse del aguacero. Sin embargo él camina de manera lenta y ausente. Las gotas caen sobre ese rostro perfecto. Su tez blanca, sus cabellos negros y sus oscuros y perdidos ojos. Pero el resto de los mortales parecemos invisibles para él.
A veces lo veo montado en su caballo dirigirse al camposanto, y pasear entre las lápidas sin fijarse en ninguna en particular.
Siempre parecía tan cómodo en ese lugar…¿Desearía unirse a ellos?
El joven caballero vive en una mansión a las afueras de la aldea, una mansión de piedra con un marchito jardín y oscuros cortinajes que no dejan entrar el sol.
Dicen que su única compañía es su madre enferma y un sabueso que lo sigue a todas partes.  Sin embargo hoy entra a vivir un nuevo habitante en la mansión. Yo.
Mi tío me recomendó al joven como enfermera para cuidar de su postrada madre. La anciana se había quedado ciega y había perdido una pierna por culpa de la gangrena.
Me puse un vestido burdeos y mi chal de lana antes de salir hacia la mansión. El día era muy frió y llegué andando lo más rápido que pude hasta la verja de la casa.
Estaba abierta y entré bajo el chirrido del oxido de las bisagras.
El jardín estaba lleno de las hojas marchitas del otoño,  tuve que caminar con cuidado para no resbalar. A la vista estaba que no había jardinero que quitara las hojas del caminito que conducía hasta la puerta. La casa de piedra y oscuro tejado me intimidaba desde que era una niña. Todavía tengo el recuerdo de él siendo un muchacho asomado a las lúgubres ventanas. Mis compañeras siempre inventaban historias sobre la mansión y la gente evitaba acercarse a ella.
Me aproximé a la puerta y llamé con el aldabón. Inmediatamente se escuchó el ladrido de un perro y al rato se abrió la puerta. El caballero me miró de arriba abajo y me dio la bienvenida con un gesto de su mano para que entrara.
El señor Gabriel Robledo, pues ese era su nombre, me mostro toda su morada, fría y llena de escaleras, caras alfombras y bellos y extraños cuadros al óleo en las paredes. En su despacho colgaba uno que me tenía especialmente fascinada, un monstruo marino de tonos violetas, rosas y negros en medio de una tempestad. Era hermoso y a la vez aterrador.
Gabriel, siempre envuelto en un aura de elegancia y ausencia, me llevo hasta mis aposentos. Mi habitación comunicaba con la de la anciana por una puerta lateral para atenderla lo antes posible por las noches en caso de algún posible ataque.
Puesto que no tenía criados, el señor, o mejor dicho, el señorito, pues seguía soltero, me ofreció una gran suma de dinero por preparar las comidas y el mantenimiento de la casa y el jardín. Yo acepté encantada, por supuesto.
Así que mis días consistían en atender a la anciana, darla de comer, limpiar, y todas las cosas que haría un ama de llaves, una criada y una enfermera. No tenía tiempo para nada más. Y mi única hora libre la dedicaba a leer novelas a la anciana señora Medina, la cual disfrutaba de este entretenimiento, sirviéndole mi voz de guía. Desde que perdiera la vista, la anciana no podía dedicarse a su mayor afición, la lectura, ni escribir cartas a sus seres queridos. Le pregunté por qué su hijo no lo hacía por ella, y la anciana, entre sarcásticas risas me contestó que su hijo lo hacía de higos a brevas. 
El señor Gabriel por lo visto ocupaba sus mañanas en ir de caza con Carlo, su sabueso, y las tardes a reponer la despensa, pasear, o simplemente se encerraba en su despacho a leer. No le hacía mucha compañía a su madre, lo cual no terminaba de entender, pues la señora Margarita Medina era una mujer muy jovial para su triste situación.
Una tarde, tras leerle una comedia teatral, se animó tanto, que estuvo el resto de la velada constando chistes. La verdad es que las horas que pasaba junto a Margarita eran las más amenas que pasara en la casa. El resto del tiempo, cuando estaba en la cocina o limpiando los suelos del caserón, todo estaba envuelto en un incómodo e incluso siniestro silencio.
A veces se escuchaba algún suspiro lejano, de la anciana, claro, o el quejido de Carlo cuando se impacientaba por salir a pasear.
Las primeras noches no fueron malas, caía como un tronco en la cama y la señora Medina no necesitaba de mis servicios, salvo para que le acercara la palangana. Pero una de las noches me desperté envuelta en sudor y con el corazón acelerado por lo que yo pensé que era una pesadilla.
Había oído un grito tremendo, de auténtico terror, y al despertar lo escuché otra vez. Era Margarita. Corrí a la habitación y la hallé sentada en la cama con una mano en el pecho y con la otra tanteando el aire como si buscara algo.
-¿Qué ocurre señora?
-María ¿Eres tú?
Le agarré la mano  y ella la apretó muy fuerte.
-¿Qué ha pasado? ¿Ha tenido un mal sueño?
La anciana me miró con sus nublados ojos.
-No era un mal sueño, querida. No quería decírtelo pero hay noches que alguien me toca el hombro, otras me zarandea y a veces me susurra al oído.
Como si adivinara la expresión de mi rostro me espetó:
-¡No te rías María! ¡Qué aún no chocheo! Seré ciega pero sé lo que he sentido.
Me senté junto a ella para tranquilizarla.
-¿Y qué le susurra esa voz?
-Mejor que no lo sepas.
Sin darle mucha más importancia la volví a acomodar en la cama y a taparla. Me despedí de la anciana y dejé la puerta de mi habitación abierta, por precaución. No me extrañaba en absoluto que hubiera alguna suerte de fantasma en esa inmensa casa. Era una vivienda centenaria y siempre envuelta en historias dramáticas, todas inventadas, claro, por las aburridas señoras del pueblo.
Sin embargo el grito de la señora Margarita se me había grabado a fuego en la conciencia y no pude dormir el resto de la noche, permaneciendo alerta ante cualquier perturbación en la anciana.
Una sensación de enfado empezó a invadir mi pecho ¿Porqué no había acudido su hijo ante el grito de su madre? El señor Gabriel dormía en una de las habitaciones de nuestro mismo corredor. Sin embargo supuse que para él debía de ser algo rutinario que cada noche su madre gritara y quizás por esa razón había contratado a una enfermera, para poder dormir sin preocupaciones. Pero, aún así, las pocas veces que me cruzaba con él observaba que su rostro seguía tan ojeroso como cualquier otro.
Estaba claro que el joven debía sufrir de insomnio o había algo que le rondara la cabeza e impedía su sueño.
En la hora del desayuno entró en la cocina y se sentó a la rústica mesa de madera con el rostro cabizbajo. No me hacía falta verle la cara para saber que no había pasado una buena noche. Le di los buenos días y él respondió con un susurro.
Al servirle el desayuno me miró extrañado y luego preguntó:
-Y usted ¿ha dormido bien?
Hice un asentimiento fingido, pero fue inútil el engaño.
-No hace falta que disimule. ¿Otra de las pesadillas de mi madre?
-Sí, solo que su madre está convencida de que no era un sueño.
-Claro que no. Son terrores nocturnos, señorita. ¿Sabe la diferencia?
Negué con la cabeza.
-Es tal el terror y la desorientación que siente que su propia mente crea alucinaciones. En su caso son sonoras.
-Pero, señor, ella dice que alguien la zarandea, ¿Eso también es producto de su imaginación?
El joven asintió.
-Pero, ¿Por qué iba a sentir miedo en su propia casa? Además, su madre es muy alegre y consciente.
-Según los expertos puede ser un trauma causado por la ceguera y la necesidad de seguir viendo el mundo que la rodea. El día que perdió por completo la vista fue cuando empezaron mis noches en vela junto a su cama debido a la desesperación psicológica que le produjo su actual estado de invidencia.
-Vaya. . .
El joven me dedicó una triste y cansada sonrisa.
-Por eso me vi obligado a precisar sus servicios. Estoy empezando un negocio que requiere todo mi tiempo y no puedo permitirme pasar ni una noche más de imaginaria. Sé que la he sobrecargado de responsabilidades con la limpieza de la casa y el jardín pero. . .
-Es un trato justo, señor-le interrumpí-usted me está pagando el doble de lo estipulado y se lo agradezco.
Gabriel volvió a sonreír.
-Y yo a usted.
Parecía tan agotado. . . Y a pesar de mi ayuda, sus asuntos le ocupaban hasta altas horas de la madrugada. Con suerte dormía cinco horas a lo sumo. Se bebió el café de un trago  salió de la cocina poniéndose su sombrero de copa y haciendo un gesto de despedida con la cabeza se marchó.
Por la tarde salió el sol y abrí las cortinas de la habitación de Doña Margarita.
-Aún puedo percibir la claridad-dijo con un suspiro.
La agarré y la coloqué en una elegante silla de ruedas de madera para acercarla al ventanal, lo abrí y sintió una ligera brisa en la cara.
-Son agradables las tardes de otoño soleadas, el sol calienta lo justo y el viento empieza a anunciar el invierno.
-Es cierto.-asentí mirando la estampa de los anaranjados rayos del sol bañando el jardín.
Ya casi no quedaban hojas en los árboles y el único verdor lo ofrecían los cipreses que crecían a lo largo de los muros. Era como vivir en una casa dentro de un cementerio, sin embargo, la vista era hermosa.
-Doña Margarita, ¿quiere que la saque a pasear por el pueblo?
El rostro de la anciana sufrió una metamorfosis tal, que al principio me asusté. Primero se puso seria y después su rostro se llenó de rabia apretando los puños y mirándome con sus blanquecinos ojos.
-¡YO NUNCA SALGO DE MI CASA! ¡NUNCA! ¡NO PUEDO! ¡NI QUIERO!
Su respiración se había acelerado y su rostro tornado rojo.
-No se preocupe, era solo una idea. No tiene que hacer nada que no quiera.
La anciana asintió furiosa.
-¿Quiere que le prepare la merienda?
Hizo un efusivo gesto con la mano, a modo de asentimiento, para que me diese prisa en hacer mi cometido y dejarla sola lo antes posible. No entendía nada. Al principio pensaba que su hijo la tenía sobreprotegida pero la misma anciana era la que se empeñaba en aislarse en su mansión como una bestia salvaje en su cubil.
Tras la merienda la anciana se empeñó en dormir a pesar de mi insistencia en que todavía era pronto aunque la noche ya había caído. No hubo manera de convencerla de lo contrario y decidí cumplir sus deseos antes de que su ira diese paso a algo peor. Nunca sabía la hora exacta a la que llegaría Don Gabriel, así que decidí ir a la biblioteca a leer. El tic tac del péndulo resonaba por toda la estancia y el frío era cada vez mayor. Encendí la chimenea y acerqué la butaca al fuego. Al cabo de una hora me sobresalté con el portazo de una puerta. Me había quedado dormida. Eran ya las nueve de la noche y supuse que el señor ya habría llegado, pero enseguida comprobé que no era así. La puerta de su habitación estaba entornada y no había nadie en ella y tampoco se escuchaba el correteo de Carlo. Fui a ver a la anciana, seguía profundamente dormida. Habría sido alguna corriente.
Mis tripas sonaron y decidí bajar a la cocina a cenar. Agarré la barandilla de la escalera y al mirar el final de la misma vi una figura pequeña que me miraba con unos grandes ojos negros.
¡Era un niño! De unos cinco años, de cabellos negros y vestido con un camisón tan blanco como su rostro.
Al principio pensé que era algún chiquillo del pueblo pero de inmediato me di cuenta de que no era así. Intenté decir algo y moverme hacia él, pero estaba paralizada por el terror de la imagen del pequeño que me miraba con ojos vacíos, como si mirara a través de mí. Fue acercándose lentamente hasta estar a un metro de distancia, se paró, volvió a atravesarme con la mirada, se dio la vuelta y desapareció. Un gran mareo me sobrevino y a punto estuve de caer escaleras abajo. Temblando de pies a cabeza salí corriendo y me encerré en la habitación con la señora Margarita, quien no se había enterado de nada.
La hora que estuve con la anciana en la habitación se me hizo eterna. Sentada en una silla junto a la cama, no hacía más que imaginar cosas horribles, llegando a la conclusión de que las alucinaciones de la anciana eran realmente veraces.
A las diez, la puerta de la estancia se abrió, y corriendo hasta saltar sobre mi regazo apareció Carlo llenándolo todo de babas.
Gabriel entró y chistó al perro para que saliera inmediatamente. El joven me dedicó una agradable sonrisa pero al ver mi aterrorizado semblante se arrodilló junto a la silla. Yo seguí inmóvil, sin mediar palabra.
-¿Se encuentra bien?-susurró.
Yo le miré y negué mientras se me escapaba una lágrima.
Él me agarró, haciendo que me pusiera en pie  y me sacó de allí para llevarme a la cocina donde él mismo preparó un tentempié para los dos.
-¿Ha ocurrido algo con mi madre?
-Bueno. . . le propuse salir a pasear y se enfadó mucho, pero eso no ha sido nada.
Gabriel se percató del temblor que aún se apoderaba de mí.
-¿Alguien ha intentado entrar en la casa? No sería la primera vez que intentan robar.
-¡No señor he visto algo!
-¿No me va a decir ahora que usted también sufre de terrores nocturnos?
Avergonzada y entre sollozos le expliqué lo mejor que pude mi visión.
-Yo no creo en fantasmas Don Gabriel, pero le puedo asegurar que esta noche he visto uno. Y el de un niño muy pequeño. No he sufrido ningún daño, la visión no ha hecho nada, ni siquiera ha hablado, pero el terror que me ha invadido. . .
El joven me miró seriamente. Al principio parecía estar meditando una respuesta hasta que finalmente me dijo:
-Es posible que esté cansada. Lleva muchos días trabajando duro. Puede tomarse el día libre mañana e ir a visitar a su tío.
Yo asentí un poco aliviada, pero el hecho de tener que pasar aquella noche en la casa, me causaba una presión en el pecho que nunca antes había sentido. Gabriel pareció leerme el pensamiento así que al ir cada uno a su habitación me avisó de que dejaría la puerta de su dormitorio abierta para mayor tranquilidad.
La noche fue realmente angustiosa. Bajo las sábanas, intentaba mantenerme boca arriba para que mi espalda no quedara al descubierto y no sentir esa incómoda sensación que se ancla en la columna cuando uno es presa del pánico. Es cierto que yo nunca he creído en estas cosas, siempre he sido muy escéptica pero si realmente lo había visto con mis ojos, y estos nunca me habían engañado, era porque algo había en la casa.
Finalmente caí dormida y con las primeras luces del alba salté como un resorte  de la cama y me vestí para dejar preparado el desayuno de madre e hijo.
Antes de marcharme me cercioré de cerrar la puerta del cuarto de don Gabriel quien seguía profundamente dormido, mostrando unas facciones llenas de bella serenidad.Envidiaba su profundo sueño.

Mi tío, madrugador por naturaleza, se sorprendió al verme.
Se dio cuenta en seguida de mi palidez y mis ojeras, pero simplemente le di una tópica excusa que bastó para tranquilizar su espíritu. Estaba tan cansada que me pasé todo el día dando cabezadas mientras ayudaba a mi tío en sus quehaceres diarios.
Después de comer, me obligó a echarme una larga siesta, que todos mis músculos agradecieron. Desperté descansada y con la mente clara. Y recordando lo ocurrido la noche anterior, pensé que quizás estuviese siendo víctima de la sugestión.
Mi tío me pidió que le acompañara a misa. Desde que se quedara viudo, y sin ningún hijo a su cargo, encontraba consuelo en sus oraciones diarias rodeado del resto de feligreses. Yo no era muy devota pero por mi anciano tío, el cual era como mi padre, hacía lo que fuera.
En la iglesia hacía un frío tremendo, y se estaba dejando caer la noche mientras los monaguillos encendían velas y preparaban los incensarios. Siempre me había parecido una ceremonia triste, quizás porque todavía recordaba la muerte de mis padres y mis hermanas, víctimas de la peste bubónica, y sus entierros. Yo fui la única superviviente del núcleo familiar.
A la leve iluminación de los cirios, escuchaban todos atentamente al párroco, un joven estirado recién salido del seminario, cuya dura labia ataba al rebaño con aterradoras palabras a cerca de los pecados y la salvación. Mi mente se vio tentada a desaparecer y caer dormida pero antes de que el sopor se apoderara por completo de mí, sentí el frío colarse por la puerta. Alguien había entrado en mitad de la ceremonia. Yo estaba en la última fila, muy cerca de la puerta, y cuando me giré para ver quién era, comprobé que allí estaba Gabriel mirándome con el rostro más pálido que la cera. Se acercó a mí, y antes de que pudiera hablar, adivinando lo que ocurría, me despedí de mi tío y salimos de la parroquia.
-Sé que te di el día libre y no quería estropeártelo-se excusó atropelladamente.
Observé que le temblaban las manos y la voz.
-Pero mi madre ha sufrido un ataque de locura y no la puedo controlar. Necesito que me ayudes a atarla a la cama.
Me subió tras él a su caballo y salimos galopando hacia la mansión.

Cuando Gabriel abrió la puerta de la habitación hallamos a la anciana acurrucada en un rincón. Parecía desorientada. Corrí hacia ella y sentí sus manos heladas.
-¿Cómo se ha levantado de la cama?
Gabriel me ayudó a levantarla y conducirla hasta el lecho.
-Cuando sufre este tipo de ataques se vuelve muy fuerte. Los médicos lo llaman “sansonismo”. No quieras saber lo que puede llegar a hacer. Voy a por las correas, tú enciende una bujía.
Saqué una caja de fósforos del cajón de la mesilla de Margarita y encendí la bujía. Cuando aumenté la lumbre y me fijé en el rostro de la anciana, vi que estaba lleno de arañazos y sus uñas ensangrentadas.
-Dios mío. . .
Gabriel entró con las correas de cuero en la mano.
-¡¿Qué le ha pasado?!
-No te preocupes, en seguida la curamos. A veces se autolesiona. Por eso tenemos que atarla.-dijo mientras me daba una de las correas.
Gabriel amarró la muñeca y el tobillo de la anciana con una rapidez y velocidad que delataba una actividad habitual mientras yo le miraba espantada.
-¿Y la vamos a dejar así?
-Ya he llamado al doctor. Va a venir a sedarla.
Tras curar sus heridas, ambos bajamos al salón.
-Parece haber sufrido un shock.
Gabriel asintió.
-Por eso es mejor sedarla ahora. Si esperamos más es posible que pase la noche gritando en sueños.
-¿Esto también ha sido por un terror nocturno?-pregunté sin ocultar mi sarcasmo.
-Mi madre sufre achaques propios de su edad aunque ella afirme lo contrario, y a veces no sabe dónde está. Cuando ha despertado de la siesta se ha puesto a gritar que “dónde estaba su pierna”. Le expliqué que hacía cinco años que la había perdido. Es más, no me recordaba ni a mí ni a la casa. Hasta que se ha vuelto histérica y ya no la he podido controlar.
Hubo un pequeño silencio acompañado del chisporroteo del fuego entre la leña del hogar.
-Señor, en la situación de la señora Medina. . . ¿No ha pensado en ingresarla en un sanatorio?
Gabriel dejó escapar una risa cansada.
-Créame, María, está mucho mejor aquí. Y no por su propio bien, si no por el bien de los que la rodearían en ese tipo de lugar.
Antes de que me diera tiempo a volver a interrogarle llamaron a la puerta, era el doctor. Gabriel me indicó que preparara algo para cenar mientras los dos hombres acudían a ver a la anciana.
Estuvieron un buen rato  arriba y la espera se me hizo muy pesada hasta que por fin aparecieron en el recibidor donde el señor se despidió del doctor. Con el rostro cansado, Gabriel se sentó a la mesa de la cocina.
-Creo que por esta noche no habrá que preocuparse más. Si quiere puede volver a su casa y regresar mañana.
-No se preocupe señor, prefiero quedarme, estaré más tranquila.
 -Muchas gracias.

Durante toda la noche permanecimos con las puertas abiertas, igual que hiciéramos la noche anterior. Parecía que la calma había vuelto a la casa. La lluvia golpeaba suavemente las ventanas y el cansancio se fue apoderando de mí hasta caer dormida.
En sueños escuché el chirrido del abrir y cerrar de puertas, como si las bisagras estuvieran oxidadas y su sonido me taladraba los oídos mientras los bellos de mi cuerpo se ponían de punta. Después escuché a un niño llorar y llamar a su mamá. Luego quejidos, como si un moribundo estuviera tumbado junto a mí.
El terror se estaba apoderando de mí ser. No  podía ver nada, solo sonidos, quejas, llantos, alaridos. Y lo único que quería en ese momento era despertar. Hasta que por fin lo hice con todo el cuerpo bañado en sudor.
Comprobé que aún era noche cerrada y había dejado de llover. Pero había una cosa que no había cesado, los sonidos. Las puertas de las habitaciones estaban abiertas y tuve que hacer un esfuerzo colosal para levantarme de la cama y ver si todo iba bien en el cuarto de la anciana. Y lo peor que pude encontrar es que no iba nada bien.
Margarita estaba despierta, rendida a las ataduras de las correas y mantenía su mirada fija en la pared, frente a ella, mientras susurraba algo ininteligible. Al principio pensé que estaba rezando.
-¿Se encuentra bien, Margarita?
La anciana dejó su retahíla y se giró hacia mí. Casi me caigo del espanto al ver sus ojos en blanco. No sabía qué hacer, y de repente abrió la boca como si sus mandíbulas se hubieran desencajado para abrirse de un modo sobrenatural, y desde las profundidades de su anciano cuerpo emitió un chillido tan estridente y agudo que no parecía de este mundo.
Caí al suelo, presa del susto mientras Margarita forcejeaba para deshacerse de las correas. Escuché a Gabriel corriendo hacia la habitación.
-¡MARÍA!
Pero antes de que pudiera entrar, las puertas de la sala se cerraron de golpe y con tal fuerza que varios adornos de porcelana, que colgaban de la pared, callaron al suelo haciéndose añicos. Grité alarmada mientras escucha a Gabriel repetir mi nombre y aporrear la puerta intentando abrirla sin resultado. La anciana seguía chillando y sin saber cómo, todos los objetos de la habitación empezaron a volar sobre mi cabeza, estampándose contra las paredes. Las velas de la lámpara de araña se encendieron, iluminando así el caótico espectáculo.
Me fijé en el rostro de la señora, sus labios estaban morados y de su boca brotaba un líquido negro entre horribles convulsiones. Gabriel aporreaba ahora la puerta de la sala que daba a mi habitación, pero fue inútil.
Los objetos se desplazaban cada vez más deprisa hasta que las estanterías salieron disparadas de su sitio, arrastrándose a toda velocidad por el suelo, comprobando que se dirigían hacia mí.
Salté de mi sitio y corrí hacia la puerta tras la que se hallaba Gabriel, forzando el pomo para salir.
-¡AYÚDEME, POR FAVOR SÁQUEME DE AQUÍ!
Pero Gabriel no contestó, dándome cuenta de que él ya no estaba allí, y que probablemente habría huido. Corrí hacia la otra puerta, la principal, y con una sobrehumana rapidez la cama, con la anciana encima, se desplazó hasta cortarme el paso. Ya no sabía qué hacer, hasta que me fijé en la ventana. Con un poco de suerte, si saltaba solo me rompería una pierna. Si por lo contrario no me acompañaba, me mataría pero al menos me habría librado de toda esta pesadilla.
Corrí e intenté abrir los postigos, y en ese momento una fuerza extraña, como si alguien los empujara, me impidió abrirlos y desesperada, rompí el cristal de una patada. Los pedazos titilaron sobre el suelo, y cuando estaba a punto de saltar, Gabriel apareció en el balcón agarrándome con fuerza. Había trepado por el entramado de madera de las enredaderas del jardín.
Yo temblaba y hacía grandes esfuerzos por hacer que el aire llegara a mis pulmones, pero era tal la ansiedad que el aire llegaba a duras penas. Gabriel me agarró de los hombros e hizo que le mirara, mientras los objetos de la habitación salían ahora volando por la ventana y los cristalitos de la lámpara de araña vibraban ante los giros que producía la misma.
-Escúchame, María. Vas a bajar por la enredadera y vas a correr hasta la leñera, coge el hacha y después vuelve y rompe la puerta de la habitación.
Ansiosa, negué con la cabeza, pero él me levantó por encima de la barandilla del balcón obligándome a bajar. Al tocar el suelo miré hacia arriba viendo cómo Gabriel hacía gestos para que me diera prisa. Cuando llegué a la leñera y tiré para abrirla, mi pánico aumentó, la puerta estaba cerrada y en la leñera no había ventanas. Desesperada corrí de nuevo a la casa. Busqué a Gabriel con la mirada pero ya no estaba en el balcón, y ahora, en lugar de objetos, salía un humo espeso y las llamas que prendían las cortinas.
Fui hacia la cocina intentando hallar algo que pudiera ayudarme a derribar la puerta, pero fue inútil, no encontraba nada. Subí al piso de arriba e intenté abrir la puerta de la habitación viendo cómo el humo salía bajo la puerta y escuchaba al señor toser, pero esta no se abrió.
Registré la habitación de Gabriel, no había nada con lo que forzar la puerta.Y cuando fui hacia el  despacho, mi cuerpo se paró ante la visión del niño que viera hacía dos noches. Ahora me miraba directamente a los ojos, se dio la vuelta y salió corriendo, y sin saber porqué, le seguí escaleras abajo.
El pequeño corrió por los largos pasillos de la casa hasta atravesar una puerta y desaparecer. Había bajado al sótano.
Abrí la puerta, y observé la tremenda oscuridad que cubría el lugar. La humedad del sótano era fría e intensa, y ni la luz de la luna se colaba por las ventanas. Recordé entonces que Gabriel guardaba algunos utensilios de jardinería y labranza allí abajo. Intenté correr en la oscuridad, palpando los objetos. Sentí un frío horrible, o más bien unas manos que me tocaban los hombros. Me quedé paralizada, sin aliento, y de repente noté como esas mismas manos colocaban un objeto en las mías. Luego, la inmovilidad que me apresaba se esfumó y corrí escaleras arriba.
Me di cuenta de que en mis manos portaba una azada y al llegar a la puerta de la habitación la golpeé con todas mis fuerzas, hasta partir el pomo. Esta se abrió y una ráfaga de humo y aire me golpeó en la cara. Las llamas ascendían por las paredes hasta cubrir el techo por completo. Parecía una estampa del mismísimo infierno. Entré dentro pero en seguida tuve que retroceder. El calor era demasiado intenso y cortaba mi respiración. Pero aún así, me agaché y fui a gatas al ver el cuerpo inconsciente de Gabriel. Le agarré con todas mis fuerzas y le fui arrastrando hacia la puerta. Pero al pasar junto a la cama de la anciana, vi que esta había sido volcada y que la anciana ya no estaba en la habitación. Al salir de ella, Gabriel volvió en sí y comenzó a toser fuertemente.
-¡Su madre señor! ¿Dónde está? No la he visto en la habitación.
Y sin darme ningún tipo de explicación, Gabriel me agarró del brazo y salimos corriendo por el pasillo escaleras abajo hasta llegar a la puerta principal. La abrió y fue entonces cuando supe que probablemente fuera cierto que estábamos en el infierno.
Ante nosotros se alzaba una criatura de tres metros, de cabellos llameantes, ojos desorbitados, con una multitud de miembros deformes, y por su boca escupía un vómito tan negro como la pez. Me fijé que en lugar de piernas se alzaba sobre una increíble y poderosa cola de serpiente. Pareciera que estuviéramos en presencia de una reina de los demonios, una reina decadente pero poderosa llena de rabia, rencores y maldad.
Emitía unas palabras sin sentido, con voz ronca y profunda como una caverna. Sentí cómo la cabeza me daba vueltas y mis miembros se tornaban flácidos, sin fuerzas.
-¡MARÍA!-me gritó Gabriel mientras me zarandeaba- ¡No te desmayes!
Volvió a agarrarme y salimos corriendo en dirección contraria hacia la puerta trasera de la casa. Había que atravesar tres salas y un largo pasillo mientras la infernal criatura serpenteaba tras nosotros destrozando todo a su paso.
De repente, algo se materializó frente a nosotros.  ¡Otra vez el niño! ¡Y no estaba solo! Tras él, atravesando la puerta del sótano, surgieron, lo que a mí me pareció, cerca de un centenar de figuras traslúcidas, con forma de hombres y mujeres, cuyos rostros se fueron definiendo poco a poco. Unos rostros llenos de tristeza, resentimiento y quizás sed de venganza.
Y en el mismo momento en que el ser diabólico cruzó su mirada con la hueste fantasmal, paró en seco su carrera y empezó a emitir una serie de gemidos mientras reculaba por el pasillo  como si intentara buscar un cubil donde guarecerse.
Las figuras nos atravesaron mientras continuábamos inmóviles ante la increíble visión, sintiendo el frío que portaban las almas de aquellos desdichados. Pero fue inútil que la bestia escapara.
La multitud la rodeó, y como si se alimentaran de su sucia alma, envuelta en gritos, se fue haciendo pedazos, mientras le eran arrancados sus ahora pútridos miembros, hasta no quedar siquiera los huesos. Y con el último grito de angustia del monstruo, las almas salieron disparadas hacia el piso de arriba, atravesando el techo y el tejado y perdiéndose en la oscuridad de la noche.
Fue entonces cuando el silencio se apoderó de todo. Un extraño silencio que a la vez portaba calma y alivio. Desde ese momento no recuerdo nada más salvo que desperté tres días después en casa de mi tío. Este me explicó que habíamos sido víctimas de un trágico incendio que desgraciadamente se había cobrado la vida de la señora Medina. Asentí sin dar ninguna respuesta ni explicación, a pesar de saber que lo que mi tío me narraba no era más que un encubrimiento de la verdad por parte de Gabriel, quien vino a visitarme esa misma tarde al enterarse de mi despertar.
Serían las cinco de la tarde cuando la puerta de mi habitación se abrió tímidamente, dejando ver tras ella el cansado rostro de Gabriel.
A pesar de sus perpetuas ojeras una luz iluminaba su rostro y me sonrió como si con esa sonrisa se disculpara silenciosamente. Se quitó su sombrero de copa y se sentó junto a mi lecho en una butaca. No le dije nada, simplemente le miré interrogante y reconozco que con cierto enfado.
-Creo que le debo una explicación, María.
Yo negué con todas mis fuerzas ahora que volvía a recordar todo lo ocurrido pensando que la pesadilla se repetiría de aquí a la eternidad sin ningún remedio, grabándose a fuego en mi mente. Mis lágrimas parecieron asustarle pero él insistió, prometiéndome que me encontraba a salvo y que él mimo se había  encargado de que así fuera.
-Escúcheme, María. Quiero que atienda a mi historia porque solo aclarando los hechos podrá encontrar la paz.
Me agarró con fuerza de la mano al ver que mi cuerpo se apoderaba de un espontáneo temblor.
-Mi vida siempre ha estado envuelta en circunstancias extrañas, quizás no tan terribles como la que vivimos ambos, pero todo está conectado y gracias a Dios ha llegado a su fin.
Mi madre siempre ha tenido el don. Se comunicaba con las ánimas desde que era muy pequeña pero en su juventud conoció a ciertos individuos que la condujeron por el camino incorrecto haciendo de su don una verdadera pesadilla para las almas que quedaban atrapadas en este mundo, utilizándolas como si fueran las fieras de un circo.
Fue la médium más famosa de su época. Viajó en muchas ocasiones a París, Berlín, Nueva York, e incluso Moscú, haciendo alarde de su don.
Después conoció a mi padre el cual la insistió mucho en que saliera de ese mundo sabiendo que tarde o temprano repercutiría sobre su esposa de una manera negativa.
Mi madre accedió a su petición hasta que yo cumplí cinco años.
De modo clandestino, mi madre acudía a las casas de las aldeanas para hacer sesiones privadas de espiritismo, hasta que un día, una sesión se le fue de las manos y aquel espíritu colérico la siguió hasta casa. Creo que la intención de aquella alma descarriada no era otra cosa que ser liberara. Mas como mi madre decía “todo forma parte del juego”, ella no le quiso liberar. Ahora le pertenecía para sus juegos de salón. Y en venganza por ello el ánima acabó con la vida de mi padre tirándolo por un acantilado.
En esa época vivíamos en Galicia y las gentes de la aldea, muy propensas a las creencias del más allá, afirmaban haber visto a mi difunto padre caminando al borde del precipicio.
Desolada, mi madre decidió que nos mudaríamos a Toledo, donde compramos esta casa a las afueras del pueblo. No siguió haciendo rituales a terceros si no que se centró en ella misma, utilizando su tremendo poder para apresar a cuantas almas pudiera en venganza por la muerte de mi padre.
Esto la convirtió, con los años, en un auténtico demonio.
Su pierna la perdió, no en un accidente, ni por la gangrena, ella misma la ofreció como sacrificio para adquirir más poder de a saber qué fuerza oscura.
Quise huir muchas veces pero temía que se pudiera convertir no solo en el azote de los muertos si no también en el de los vivos, ya que la creía capaz de matar a alguien con tal de hacerse con su alma.
Mi vida ha sido un continuo ir y venir entre ambos mundos. Yo también podía verlos a ellos. Me pedían ayuda, pero nada podía hacer yo. Tan inútil fui que solo la unión de estos sutiles prisioneros fue lo que hizo posible la caída de la que en un ayer llamé madre.
El relato paró y al cabizbajo rostro de Gabriel lo inundó la tristeza. No sé cuánto tiempo se apoderó de nosotros el silencio. ¿Qué podía decir yo? ¿Estuve a punto de morir por su negligencia, por su estupidez, o simplemente por su temor?
-¿Puedo preguntarle algo?
Él asintió.
-¿A dónde iba todos los días? ¿Qué hacía realmente fuera de casa?
Gabriel me puso un medallón en las manos. Era un guarda fotos. Lo abrí, y en su interior hallé dos rostros idénticos de dos pequeños infantes. Al niño de la derecha lo reconocí enseguida, era el propio Gabriel, pero cuando observé al de la izquierda, el bello de mi cuerpo se erizó, no sé si de terror o de emoción. ¡Era el niño de la casa!
-Es mi hermano Samuel. Todos los días voy a visitarlo al camposanto.
-¿Cómo. . .?
- Murió en la casa, no sé cómo, era muy pequeño y lo único que recuerdo es la indiferencia de mi madre hacia su muerte.
Sólo él y mi madre saben lo que ocurrió, pero él ha sido más listo que yo y aunque le haya llevado casi treinta años acabar con esto lo ha conseguido.
Ahora la casa no es más que cenizas y yo volveré a la antigua casa de mi padre en Galicia.
Siento haberla involucrado en todo esto, María. Sus poderes eran cada vez más flojos e intermitentes y pensaba que tarde o temprano vendría la parca a visitarla. Lo que no sabía era que realmente la había logrado esquivar. Solo quiero que acepte mis disculpas y este presente.
Me dio un sobre sellado pero al ir a abrirlo me sostuvo las manos.
-No lo abra hasta que me haya marchado por favor.
Yo asentí, extrañada, mientras él se levantaba y salía por la puerta. Pero al abrirlo no tuve más remedio que salir corriendo en su busca en medio del frío de la tarde.
-¡Señor!
Él se giró y me sonrió.
-¡No puedo aceptar esto!
-Estuvo a punto de morir por mi causa y sé que su vida vale mucho más que esto, pero por favor acéptelo o me sentiré culpable eternamente.
-¡Es la herencia de su madre! No la puedo aceptar.
Finalmente cogió el sobre y me miró arrepentido.
-¿No hay nada que yo pueda hacer por usted para agravar el daño?
-Nada podrá en mi vida borrar lo que pasó, y sé que si me quedo aquí, lo ocurrido me perseguirá para siempre. ¿Podría llevarme con usted? Yo seré su ama de llaves, y si quiere no tendrá que pagarme más que lo necesario.
Gabriel soltó una carcajada amable, cubrió mis hombros con su brazo y caminando de vuelta a mi casa me dijo:
-No se me ocurre mejor comienzo para una novela victoriana.

 http://www.academiaeditorial.com/web/wp-content/uploads/2011/04/c-Copyright.jpgInmaculada Martín del Campo-"13 Cuentos Misceláneos"