OSCURA
SUGESTIÓN
Hacía tiempo que le venía observando. Su figura, su mirada
su tristeza. El rostro siempre oculto
bajo sus largos cabellos, y su semblante pensativo. Parecía lleno de dolor,
como si hubiera perdido lo más importante de su vida, pero tenía miedo a
acercarme a él. Tenía miedo de molestarle, de que me rechazara.
Hoy me he cruzado con él en la plaza del pueblo.
Bajo la lluvia todos los aldeanos corrían a resguardarse del aguacero. Sin
embargo él camina de manera lenta y ausente. Las gotas caen sobre ese rostro
perfecto. Su tez blanca, sus cabellos negros y sus oscuros y perdidos ojos. Pero
el resto de los mortales parecemos invisibles para él.
A veces lo veo montado en su caballo dirigirse al
camposanto, y pasear entre las lápidas sin fijarse en ninguna en particular.
Siempre parecía tan cómodo en ese lugar…¿Desearía
unirse a ellos?
El joven caballero vive en una mansión a las afueras
de la aldea, una mansión de piedra con un marchito jardín y oscuros cortinajes
que no dejan entrar el sol.
Dicen que su única compañía es su madre enferma y un
sabueso que lo sigue a todas partes. Sin
embargo hoy entra a vivir un nuevo habitante en la mansión. Yo.
Mi tío me recomendó al joven como enfermera para
cuidar de su postrada madre. La anciana se había quedado ciega y había perdido
una pierna por culpa de la gangrena.
Me puse un vestido burdeos y mi chal de lana antes
de salir hacia la mansión. El día era muy frió y llegué andando lo más rápido
que pude hasta la verja de la casa.
Estaba abierta y entré bajo el chirrido del oxido de
las bisagras.
El jardín estaba lleno de las hojas marchitas del
otoño, tuve que caminar con cuidado para
no resbalar. A la vista estaba que no había jardinero que quitara las hojas del
caminito que conducía hasta la puerta. La casa de piedra y oscuro tejado me
intimidaba desde que era una niña. Todavía tengo el recuerdo de él siendo un
muchacho asomado a las lúgubres ventanas. Mis compañeras siempre inventaban
historias sobre la mansión y la gente evitaba acercarse a ella.
Me aproximé a la puerta y llamé con el aldabón.
Inmediatamente se escuchó el ladrido de un perro y al rato se abrió la puerta. El
caballero me miró de arriba abajo y me dio la bienvenida con un gesto de su mano
para que entrara.
El señor Gabriel Robledo, pues ese era su nombre, me
mostro toda su morada, fría y llena de escaleras, caras alfombras y bellos y
extraños cuadros al óleo en las paredes. En su despacho colgaba uno que me
tenía especialmente fascinada, un monstruo marino de tonos violetas, rosas y
negros en medio de una tempestad. Era hermoso y a la vez aterrador.
Gabriel, siempre envuelto en un aura de elegancia y
ausencia, me llevo hasta mis aposentos. Mi habitación comunicaba con la de la
anciana por una puerta lateral para atenderla lo antes posible por las noches
en caso de algún posible ataque.
Puesto que no tenía criados, el señor, o mejor
dicho, el señorito, pues seguía soltero, me ofreció una gran suma de dinero por
preparar las comidas y el mantenimiento de la casa y el jardín. Yo acepté
encantada, por supuesto.
Así que mis días consistían en atender a la anciana,
darla de comer, limpiar, y todas las cosas que haría un ama de llaves, una criada
y una enfermera. No tenía tiempo para nada más. Y mi única hora libre la
dedicaba a leer novelas a la anciana señora Medina, la cual disfrutaba de este
entretenimiento, sirviéndole mi voz de guía. Desde que perdiera la vista, la
anciana no podía dedicarse a su mayor afición, la lectura, ni escribir cartas a
sus seres queridos. Le pregunté por qué su hijo no lo hacía por ella, y la
anciana, entre sarcásticas risas me contestó que su hijo lo hacía de higos a
brevas.
El señor Gabriel por lo visto ocupaba sus mañanas en
ir de caza con Carlo, su sabueso, y las tardes a reponer la despensa, pasear, o
simplemente se encerraba en su despacho a leer. No le hacía mucha compañía a su
madre, lo cual no terminaba de entender, pues la señora Margarita Medina era
una mujer muy jovial para su triste situación.
Una tarde, tras leerle una comedia teatral, se animó
tanto, que estuvo el resto de la velada constando chistes. La verdad es que las
horas que pasaba junto a Margarita eran las más amenas que pasara en la casa. El
resto del tiempo, cuando estaba en la cocina o limpiando los suelos del
caserón, todo estaba envuelto en un incómodo e incluso siniestro silencio.
A veces se escuchaba algún suspiro lejano, de la
anciana, claro, o el quejido de Carlo cuando se impacientaba por salir a
pasear.
Las primeras noches no fueron malas, caía como un
tronco en la cama y la señora Medina no necesitaba de mis servicios, salvo para
que le acercara la palangana. Pero una de las noches me desperté envuelta en
sudor y con el corazón acelerado por lo que yo pensé que era una pesadilla.
Había oído un grito tremendo, de auténtico terror, y
al despertar lo escuché otra vez. Era Margarita. Corrí a la habitación y la
hallé sentada en la cama con una mano en el pecho y con la otra tanteando el
aire como si buscara algo.
-¿Qué ocurre señora?
-María ¿Eres tú?
Le agarré la mano
y ella la apretó muy fuerte.
-¿Qué ha pasado? ¿Ha tenido un mal sueño?
La anciana me miró con sus nublados ojos.
-No era un mal sueño, querida. No quería decírtelo
pero hay noches que alguien me toca el hombro, otras me zarandea y a veces me
susurra al oído.
Como si adivinara la expresión de mi rostro me
espetó:
-¡No te rías María! ¡Qué aún no chocheo! Seré ciega
pero sé lo que he sentido.
Me senté junto a ella para tranquilizarla.
-¿Y qué le susurra esa voz?
-Mejor que no lo sepas.
Sin darle mucha más importancia la volví a acomodar
en la cama y a taparla. Me despedí de la anciana y dejé la puerta de mi
habitación abierta, por precaución. No me extrañaba en absoluto que hubiera
alguna suerte de fantasma en esa inmensa casa. Era una vivienda centenaria y
siempre envuelta en historias dramáticas, todas inventadas, claro, por las
aburridas señoras del pueblo.
Sin embargo el grito de la señora Margarita se me había
grabado a fuego en la conciencia y no pude dormir el resto de la noche,
permaneciendo alerta ante cualquier perturbación en la anciana.
Una sensación de enfado empezó a invadir mi pecho
¿Porqué no había acudido su hijo ante el grito de su madre? El señor Gabriel
dormía en una de las habitaciones de nuestro mismo corredor. Sin embargo supuse
que para él debía de ser algo rutinario que cada noche su madre gritara y
quizás por esa razón había contratado a una enfermera, para poder dormir sin
preocupaciones. Pero, aún así, las pocas veces que me cruzaba con él observaba
que su rostro seguía tan ojeroso como cualquier otro.
Estaba claro que el joven debía sufrir de insomnio o
había algo que le rondara la cabeza e impedía su sueño.
En la hora del desayuno entró en la cocina y se
sentó a la rústica mesa de madera con el rostro cabizbajo. No me hacía falta
verle la cara para saber que no había pasado una buena noche. Le di los buenos
días y él respondió con un susurro.
Al servirle el desayuno me miró extrañado y luego
preguntó:
-Y usted ¿ha dormido bien?
Hice un asentimiento fingido, pero fue inútil el
engaño.
-No hace falta que disimule. ¿Otra de las pesadillas
de mi madre?
-Sí, solo que su madre está convencida de que no era
un sueño.
-Claro que no. Son terrores nocturnos, señorita.
¿Sabe la diferencia?
Negué con la cabeza.
-Es tal el terror y la desorientación que siente que
su propia mente crea alucinaciones. En su caso son sonoras.
-Pero, señor, ella dice que alguien la zarandea,
¿Eso también es producto de su imaginación?
El joven asintió.
-Pero, ¿Por qué iba a sentir miedo en su propia
casa? Además, su madre es muy alegre y consciente.
-Según los expertos puede ser un trauma causado por
la ceguera y la necesidad de seguir viendo el mundo que la rodea. El día que
perdió por completo la vista fue cuando empezaron mis noches en vela junto a su
cama debido a la desesperación psicológica que le produjo su actual estado de
invidencia.
-Vaya. . .
El joven me dedicó una triste y cansada sonrisa.
-Por eso me vi obligado a precisar sus servicios.
Estoy empezando un negocio que requiere todo mi tiempo y no puedo permitirme
pasar ni una noche más de imaginaria. Sé que la he sobrecargado de
responsabilidades con la limpieza de la casa y el jardín pero. . .
-Es un trato justo, señor-le interrumpí-usted me
está pagando el doble de lo estipulado y se lo agradezco.
Gabriel volvió a sonreír.
-Y yo a usted.
Parecía tan agotado. . . Y a pesar de mi ayuda, sus
asuntos le ocupaban hasta altas horas de la madrugada. Con suerte dormía cinco
horas a lo sumo. Se bebió el café de un trago
salió de la cocina poniéndose su sombrero de copa y haciendo un gesto de
despedida con la cabeza se marchó.
Por la tarde salió el sol y abrí las cortinas de la
habitación de Doña Margarita.
-Aún puedo percibir la claridad-dijo con un suspiro.
La agarré y la coloqué en una elegante silla de
ruedas de madera para acercarla al ventanal, lo abrí y sintió una ligera brisa
en la cara.
-Son agradables las tardes de otoño soleadas, el sol
calienta lo justo y el viento empieza a anunciar el invierno.
-Es cierto.-asentí mirando la estampa de los
anaranjados rayos del sol bañando el jardín.
Ya casi no quedaban hojas en los árboles y el único
verdor lo ofrecían los cipreses que crecían a lo largo de los muros. Era como
vivir en una casa dentro de un cementerio, sin embargo, la vista era hermosa.
-Doña Margarita, ¿quiere que la saque a pasear por
el pueblo?
El rostro de la anciana sufrió una metamorfosis tal,
que al principio me asusté. Primero se puso seria y después su rostro se llenó
de rabia apretando los puños y mirándome con sus blanquecinos ojos.
-¡YO NUNCA SALGO DE MI CASA! ¡NUNCA! ¡NO PUEDO! ¡NI
QUIERO!
Su respiración se había acelerado y su rostro tornado
rojo.
-No se preocupe, era solo una idea. No tiene que
hacer nada que no quiera.
La anciana asintió furiosa.
-¿Quiere que le prepare la merienda?
Hizo un efusivo gesto con la mano, a modo de
asentimiento, para que me diese prisa en hacer mi cometido y dejarla sola lo
antes posible. No entendía nada. Al principio pensaba que su hijo la tenía
sobreprotegida pero la misma anciana era la que se empeñaba en aislarse en su
mansión como una bestia salvaje en su cubil.
Tras la merienda la anciana se empeñó en dormir a pesar
de mi insistencia en que todavía era pronto aunque la noche ya había caído. No
hubo manera de convencerla de lo contrario y decidí cumplir sus deseos antes de
que su ira diese paso a algo peor. Nunca sabía la hora exacta a la que llegaría
Don Gabriel, así que decidí ir a la biblioteca a leer. El tic tac del péndulo
resonaba por toda la estancia y el frío era cada vez mayor. Encendí la chimenea
y acerqué la butaca al fuego. Al cabo de una hora me sobresalté con el portazo
de una puerta. Me había quedado dormida. Eran ya las nueve de la noche y supuse
que el señor ya habría llegado, pero enseguida comprobé que no era así. La
puerta de su habitación estaba entornada y no había nadie en ella y tampoco se
escuchaba el correteo de Carlo. Fui a ver a la anciana, seguía profundamente
dormida. Habría sido alguna corriente.
Mis tripas sonaron y decidí bajar a la cocina a
cenar. Agarré la barandilla de la escalera y al mirar el final de la misma vi
una figura pequeña que me miraba con unos grandes ojos negros.
¡Era un niño! De unos cinco años, de cabellos negros
y vestido con un camisón tan blanco como su rostro.
Al principio pensé que era algún chiquillo del
pueblo pero de inmediato me di cuenta de que no era así. Intenté decir algo y
moverme hacia él, pero estaba paralizada por el terror de la imagen del pequeño
que me miraba con ojos vacíos, como si mirara a través de mí. Fue acercándose
lentamente hasta estar a un metro de distancia, se paró, volvió a atravesarme
con la mirada, se dio la vuelta y desapareció. Un gran mareo me sobrevino y a
punto estuve de caer escaleras abajo. Temblando de pies a cabeza salí corriendo
y me encerré en la habitación con la señora Margarita, quien no se había
enterado de nada.
La hora que estuve con la anciana en la habitación
se me hizo eterna. Sentada en una silla junto a la cama, no hacía más que
imaginar cosas horribles, llegando a la conclusión de que las alucinaciones de
la anciana eran realmente veraces.
A las diez, la puerta de la estancia se abrió, y
corriendo hasta saltar sobre mi regazo apareció Carlo llenándolo todo de babas.
Gabriel entró y chistó al perro para que saliera
inmediatamente. El joven me dedicó una agradable sonrisa pero al ver mi
aterrorizado semblante se arrodilló junto a la silla. Yo seguí inmóvil, sin
mediar palabra.
-¿Se encuentra bien?-susurró.
Yo le miré y negué mientras se me escapaba una
lágrima.
Él me agarró, haciendo que me pusiera en pie y me sacó de allí para llevarme a la cocina
donde él mismo preparó un tentempié para los dos.
-¿Ha ocurrido algo con mi madre?
-Bueno. . . le propuse salir a pasear y se enfadó mucho,
pero eso no ha sido nada.
Gabriel se percató del temblor que aún se apoderaba
de mí.
-¿Alguien ha intentado entrar en la casa? No sería
la primera vez que intentan robar.
-¡No señor he visto algo!
-¿No me va a decir ahora que usted también sufre de
terrores nocturnos?
Avergonzada y entre sollozos le expliqué lo mejor
que pude mi visión.
-Yo no creo en fantasmas Don Gabriel, pero le puedo
asegurar que esta noche he visto uno. Y el de un niño muy pequeño. No he
sufrido ningún daño, la visión no ha hecho nada, ni siquiera ha hablado, pero
el terror que me ha invadido. . .
El joven me miró seriamente. Al principio parecía
estar meditando una respuesta hasta que finalmente me dijo:
-Es posible que esté cansada. Lleva muchos días
trabajando duro. Puede tomarse el día libre mañana e ir a visitar a su tío.
Yo asentí un poco aliviada, pero el hecho de tener
que pasar aquella noche en la casa, me causaba una presión en el pecho que
nunca antes había sentido. Gabriel pareció leerme el pensamiento así que al ir
cada uno a su habitación me avisó de que dejaría la puerta de su dormitorio
abierta para mayor tranquilidad.
La noche fue realmente angustiosa. Bajo las sábanas,
intentaba mantenerme boca arriba para que mi espalda no quedara al descubierto y
no sentir esa incómoda sensación que se ancla en la columna cuando uno es presa
del pánico. Es cierto que yo nunca he creído en estas cosas, siempre he sido
muy escéptica pero si realmente lo había visto con mis ojos, y estos nunca me
habían engañado, era porque algo había en la casa.
Finalmente caí dormida y con las primeras luces del
alba salté como un resorte de la cama y
me vestí para dejar preparado el desayuno de madre e hijo.
Antes de marcharme me cercioré de cerrar la puerta
del cuarto de don Gabriel quien seguía profundamente dormido, mostrando unas
facciones llenas de bella serenidad.Envidiaba su profundo sueño.
Mi tío, madrugador por naturaleza, se sorprendió al
verme.
Se dio cuenta en seguida de mi palidez y mis ojeras,
pero simplemente le di una tópica excusa que bastó para tranquilizar su
espíritu. Estaba tan cansada que me pasé todo el día dando cabezadas mientras
ayudaba a mi tío en sus quehaceres diarios.
Después de comer, me obligó a echarme una larga
siesta, que todos mis músculos agradecieron. Desperté descansada y con la mente
clara. Y recordando lo ocurrido la noche anterior, pensé que quizás estuviese
siendo víctima de la sugestión.
Mi tío me pidió que le acompañara a misa. Desde que
se quedara viudo, y sin ningún hijo a su cargo, encontraba consuelo en sus
oraciones diarias rodeado del resto de feligreses. Yo no era muy devota pero
por mi anciano tío, el cual era como mi padre, hacía lo que fuera.
En la iglesia hacía un frío tremendo, y se estaba
dejando caer la noche mientras los monaguillos encendían velas y preparaban los
incensarios. Siempre me había parecido una ceremonia triste, quizás porque
todavía recordaba la muerte de mis padres y mis hermanas, víctimas de la peste
bubónica, y sus entierros. Yo fui la única superviviente del núcleo familiar.
A la leve iluminación de los cirios, escuchaban
todos atentamente al párroco, un joven estirado recién salido del seminario,
cuya dura labia ataba al rebaño con aterradoras palabras a cerca de los pecados
y la salvación. Mi mente se vio tentada a desaparecer y caer dormida pero antes
de que el sopor se apoderara por completo de mí, sentí el frío colarse por la
puerta. Alguien había entrado en mitad de la ceremonia. Yo estaba en la última
fila, muy cerca de la puerta, y cuando me giré para ver quién era, comprobé que
allí estaba Gabriel mirándome con el rostro más pálido que la cera. Se acercó a
mí, y antes de que pudiera hablar, adivinando lo que ocurría, me despedí de mi
tío y salimos de la parroquia.
-Sé que te di el día libre y no quería
estropeártelo-se excusó atropelladamente.
Observé que le temblaban las manos y la voz.
-Pero mi madre ha sufrido un ataque de locura y no
la puedo controlar. Necesito que me ayudes a atarla a la cama.
Me subió tras él a su caballo y salimos galopando
hacia la mansión.
Cuando Gabriel abrió la puerta de la habitación
hallamos a la anciana acurrucada en un rincón. Parecía desorientada. Corrí
hacia ella y sentí sus manos heladas.
-¿Cómo se ha levantado de la cama?
Gabriel me ayudó a levantarla y conducirla hasta el
lecho.
-Cuando sufre este tipo de ataques se vuelve muy
fuerte. Los médicos lo llaman “sansonismo”. No quieras saber lo que puede
llegar a hacer. Voy a por las correas, tú enciende una bujía.
Saqué una caja de fósforos del cajón de la mesilla
de Margarita y encendí la bujía. Cuando aumenté la lumbre y me fijé en el
rostro de la anciana, vi que estaba lleno de arañazos y sus uñas
ensangrentadas.
-Dios mío. . .
Gabriel entró con las correas de cuero en la mano.
-¡¿Qué le ha pasado?!
-No te preocupes, en seguida la curamos. A veces se
autolesiona. Por eso tenemos que atarla.-dijo mientras me daba una de las
correas.
Gabriel amarró la muñeca y el tobillo de la anciana
con una rapidez y velocidad que delataba una actividad habitual mientras yo le
miraba espantada.
-¿Y la vamos a dejar así?
-Ya he llamado al doctor. Va a venir a sedarla.
Tras curar sus heridas, ambos bajamos al salón.
-Parece haber sufrido un shock.
Gabriel asintió.
-Por eso es mejor sedarla ahora. Si esperamos más es
posible que pase la noche gritando en sueños.
-¿Esto también ha sido por un terror nocturno?-pregunté
sin ocultar mi sarcasmo.
-Mi madre sufre achaques propios de su edad aunque
ella afirme lo contrario, y a veces no sabe dónde está. Cuando ha despertado de
la siesta se ha puesto a gritar que “dónde estaba su pierna”. Le expliqué que
hacía cinco años que la había perdido. Es más, no me recordaba ni a mí ni a la
casa. Hasta que se ha vuelto histérica y ya no la he podido controlar.
Hubo un pequeño silencio acompañado del chisporroteo
del fuego entre la leña del hogar.
-Señor, en la situación de la señora Medina. . . ¿No
ha pensado en ingresarla en un sanatorio?
Gabriel dejó escapar una risa cansada.
-Créame, María, está mucho mejor aquí. Y no por su
propio bien, si no por el bien de los que la rodearían en ese tipo de lugar.
Antes de que me diera tiempo a volver a interrogarle
llamaron a la puerta, era el doctor. Gabriel me indicó que preparara algo para
cenar mientras los dos hombres acudían a ver a la anciana.
Estuvieron un buen rato arriba y la espera se me hizo muy pesada
hasta que por fin aparecieron en el recibidor donde el señor se despidió del
doctor. Con el rostro cansado, Gabriel se sentó a la mesa de la cocina.
-Creo que por esta noche no habrá que preocuparse
más. Si quiere puede volver a su casa y regresar mañana.
-No se preocupe señor, prefiero quedarme, estaré más
tranquila.
-Muchas
gracias.
Durante toda la noche permanecimos con las puertas
abiertas, igual que hiciéramos la noche anterior. Parecía que la calma había
vuelto a la casa. La lluvia golpeaba suavemente las ventanas y el cansancio se
fue apoderando de mí hasta caer dormida.
En sueños escuché el chirrido del abrir y cerrar de
puertas, como si las bisagras estuvieran oxidadas y su sonido me taladraba los
oídos mientras los bellos de mi cuerpo se ponían de punta. Después escuché a un
niño llorar y llamar a su mamá. Luego quejidos, como si un moribundo estuviera
tumbado junto a mí.
El terror se estaba apoderando de mí ser. No podía ver nada, solo sonidos, quejas,
llantos, alaridos. Y lo único que quería en ese momento era despertar. Hasta
que por fin lo hice con todo el cuerpo bañado en sudor.
Comprobé que aún era noche cerrada y había dejado de
llover. Pero había una cosa que no había cesado, los sonidos. Las puertas de
las habitaciones estaban abiertas y tuve que hacer un esfuerzo colosal para
levantarme de la cama y ver si todo iba bien en el cuarto de la anciana. Y lo
peor que pude encontrar es que no iba nada bien.
Margarita estaba despierta, rendida a las ataduras
de las correas y mantenía su mirada fija en la pared, frente a ella, mientras
susurraba algo ininteligible. Al principio pensé que estaba rezando.
-¿Se encuentra bien, Margarita?
La anciana dejó su retahíla y se giró hacia mí. Casi
me caigo del espanto al ver sus ojos en blanco. No sabía qué hacer, y de
repente abrió la boca como si sus mandíbulas se hubieran desencajado para
abrirse de un modo sobrenatural, y desde las profundidades de su anciano cuerpo
emitió un chillido tan estridente y agudo que no parecía de este mundo.
Caí al suelo, presa del susto mientras Margarita
forcejeaba para deshacerse de las correas. Escuché a Gabriel corriendo hacia la
habitación.
-¡MARÍA!
Pero antes de que pudiera entrar, las puertas de la
sala se cerraron de golpe y con tal fuerza que varios adornos de porcelana, que
colgaban de la pared, callaron al suelo haciéndose añicos. Grité alarmada mientras
escucha a Gabriel repetir mi nombre y aporrear la puerta intentando abrirla sin
resultado. La anciana seguía chillando y sin saber cómo, todos los objetos de
la habitación empezaron a volar sobre mi cabeza, estampándose contra las
paredes. Las velas de la lámpara de araña se encendieron, iluminando así el
caótico espectáculo.
Me fijé en el rostro de la señora, sus labios
estaban morados y de su boca brotaba un líquido negro entre horribles
convulsiones. Gabriel aporreaba ahora la puerta de la sala que daba a mi
habitación, pero fue inútil.
Los objetos se desplazaban cada vez más deprisa
hasta que las estanterías salieron disparadas de su sitio, arrastrándose a toda
velocidad por el suelo, comprobando que se dirigían hacia mí.
Salté de mi sitio y corrí hacia la puerta tras la
que se hallaba Gabriel, forzando el pomo para salir.
-¡AYÚDEME, POR FAVOR SÁQUEME DE AQUÍ!
Pero Gabriel no contestó, dándome cuenta de que él
ya no estaba allí, y que probablemente habría huido. Corrí hacia la otra puerta,
la principal, y con una sobrehumana rapidez la cama, con la anciana encima, se
desplazó hasta cortarme el paso. Ya no sabía qué hacer, hasta que me fijé en la
ventana. Con un poco de suerte, si saltaba solo me rompería una pierna. Si por
lo contrario no me acompañaba, me mataría pero al menos me habría librado de
toda esta pesadilla.
Corrí e intenté abrir los postigos, y en ese momento
una fuerza extraña, como si alguien los empujara, me impidió abrirlos y
desesperada, rompí el cristal de una patada. Los pedazos titilaron sobre el
suelo, y cuando estaba a punto de saltar, Gabriel apareció en el balcón agarrándome
con fuerza. Había trepado por el entramado de madera de las enredaderas del
jardín.
Yo temblaba y hacía grandes esfuerzos por hacer que
el aire llegara a mis pulmones, pero era tal la ansiedad que el aire llegaba a
duras penas. Gabriel me agarró de los hombros e hizo que le mirara, mientras
los objetos de la habitación salían ahora volando por la ventana y los cristalitos
de la lámpara de araña vibraban ante los giros que producía la misma.
-Escúchame, María. Vas a bajar por la enredadera y
vas a correr hasta la leñera, coge el hacha y después vuelve y rompe la puerta
de la habitación.
Ansiosa, negué con la cabeza, pero él me levantó por
encima de la barandilla del balcón obligándome a bajar. Al tocar el suelo miré
hacia arriba viendo cómo Gabriel hacía gestos para que me diera prisa. Cuando
llegué a la leñera y tiré para abrirla, mi pánico aumentó, la puerta estaba cerrada
y en la leñera no había ventanas. Desesperada corrí de nuevo a la casa. Busqué
a Gabriel con la mirada pero ya no estaba en el balcón, y ahora, en lugar de
objetos, salía un humo espeso y las llamas que prendían las cortinas.
Fui hacia la cocina intentando hallar algo que
pudiera ayudarme a derribar la puerta, pero fue inútil, no encontraba nada. Subí
al piso de arriba e intenté abrir la puerta de la habitación viendo cómo el
humo salía bajo la puerta y escuchaba al señor toser, pero esta no se abrió.
Registré la habitación de Gabriel, no había nada con
lo que forzar la puerta.Y cuando fui hacia el
despacho, mi cuerpo se paró ante la visión del niño que viera hacía dos
noches. Ahora me miraba directamente a los ojos, se dio la vuelta y salió
corriendo, y sin saber porqué, le seguí escaleras abajo.
El pequeño corrió por los largos pasillos de la casa
hasta atravesar una puerta y desaparecer. Había bajado al sótano.
Abrí la puerta, y observé la tremenda oscuridad que
cubría el lugar. La humedad del sótano era fría e intensa, y ni la luz de la
luna se colaba por las ventanas. Recordé entonces que Gabriel guardaba algunos
utensilios de jardinería y labranza allí abajo. Intenté correr en la oscuridad,
palpando los objetos. Sentí un frío horrible, o más bien unas manos que me
tocaban los hombros. Me quedé paralizada, sin aliento, y de repente noté como
esas mismas manos colocaban un objeto en las mías. Luego, la inmovilidad que me
apresaba se esfumó y corrí escaleras arriba.
Me di cuenta de que en mis manos portaba una azada y
al llegar a la puerta de la habitación la golpeé con todas mis fuerzas, hasta
partir el pomo. Esta se abrió y una ráfaga de humo y aire me golpeó en la cara.
Las llamas ascendían por las paredes hasta cubrir el techo por completo.
Parecía una estampa del mismísimo infierno. Entré dentro pero en seguida tuve
que retroceder. El calor era demasiado intenso y cortaba mi respiración. Pero
aún así, me agaché y fui a gatas al ver el cuerpo inconsciente de Gabriel. Le
agarré con todas mis fuerzas y le fui arrastrando hacia la puerta. Pero al
pasar junto a la cama de la anciana, vi que esta había sido volcada y que la
anciana ya no estaba en la habitación. Al salir de ella, Gabriel volvió en sí y
comenzó a toser fuertemente.
-¡Su madre señor! ¿Dónde está? No la he visto en la
habitación.
Y sin darme ningún tipo de explicación, Gabriel me
agarró del brazo y salimos corriendo por el pasillo escaleras abajo hasta
llegar a la puerta principal. La abrió y fue entonces cuando supe que probablemente
fuera cierto que estábamos en el infierno.
Ante nosotros se alzaba una criatura de tres metros,
de cabellos llameantes, ojos desorbitados, con una multitud de miembros
deformes, y por su boca escupía un vómito tan negro como la pez. Me fijé que en
lugar de piernas se alzaba sobre una increíble y poderosa cola de serpiente. Pareciera
que estuviéramos en presencia de una reina de los demonios, una reina decadente
pero poderosa llena de rabia, rencores y maldad.
Emitía unas palabras sin sentido, con voz ronca y
profunda como una caverna. Sentí cómo la cabeza me daba vueltas y mis miembros
se tornaban flácidos, sin fuerzas.
-¡MARÍA!-me gritó Gabriel mientras me zarandeaba-
¡No te desmayes!
Volvió a agarrarme y salimos corriendo en dirección
contraria hacia la puerta trasera de la casa. Había que atravesar tres salas y
un largo pasillo mientras la infernal criatura serpenteaba tras nosotros
destrozando todo a su paso.
De repente, algo se materializó frente a
nosotros. ¡Otra vez el niño! ¡Y no
estaba solo! Tras él, atravesando la puerta del sótano, surgieron, lo que a mí
me pareció, cerca de un centenar de figuras traslúcidas, con forma de hombres y
mujeres, cuyos rostros se fueron definiendo poco a poco. Unos rostros llenos de
tristeza, resentimiento y quizás sed de venganza.
Y en el mismo momento en que el ser diabólico cruzó
su mirada con la hueste fantasmal, paró en seco su carrera y empezó a emitir
una serie de gemidos mientras reculaba por el pasillo como si intentara buscar un cubil donde
guarecerse.
Las figuras nos atravesaron mientras continuábamos
inmóviles ante la increíble visión, sintiendo el frío que portaban las almas de
aquellos desdichados. Pero fue inútil que la bestia escapara.
La multitud la rodeó, y como si se alimentaran de su
sucia alma, envuelta en gritos, se fue haciendo pedazos, mientras le eran
arrancados sus ahora pútridos miembros, hasta no quedar siquiera los huesos. Y
con el último grito de angustia del monstruo, las almas salieron disparadas
hacia el piso de arriba, atravesando el techo y el tejado y perdiéndose en la
oscuridad de la noche.
Fue entonces cuando el silencio se apoderó de todo.
Un extraño silencio que a la vez portaba calma y alivio. Desde ese momento no
recuerdo nada más salvo que desperté tres días después en casa de mi tío. Este
me explicó que habíamos sido víctimas de un trágico incendio que
desgraciadamente se había cobrado la vida de la señora Medina. Asentí sin dar
ninguna respuesta ni explicación, a pesar de saber que lo que mi tío me narraba
no era más que un encubrimiento de la verdad por parte de Gabriel, quien vino a
visitarme esa misma tarde al enterarse de mi despertar.
Serían las cinco de la tarde cuando la puerta de mi
habitación se abrió tímidamente, dejando ver tras ella el cansado rostro de
Gabriel.
A pesar de sus perpetuas ojeras una luz iluminaba su
rostro y me sonrió como si con esa sonrisa se disculpara silenciosamente. Se
quitó su sombrero de copa y se sentó junto a mi lecho en una butaca. No le dije
nada, simplemente le miré interrogante y reconozco que con cierto enfado.
-Creo que le debo una explicación, María.
Yo negué con todas mis fuerzas ahora que volvía a
recordar todo lo ocurrido pensando que la pesadilla se repetiría de aquí a la
eternidad sin ningún remedio, grabándose a fuego en mi mente. Mis lágrimas
parecieron asustarle pero él insistió, prometiéndome que me encontraba a salvo
y que él mimo se había encargado de que
así fuera.
-Escúcheme, María. Quiero que atienda a mi historia porque
solo aclarando los hechos podrá encontrar la paz.
Me agarró con fuerza de la mano al ver que mi cuerpo
se apoderaba de un espontáneo temblor.
-Mi vida siempre ha estado envuelta en
circunstancias extrañas, quizás no tan terribles como la que vivimos ambos,
pero todo está conectado y gracias a Dios ha llegado a su fin.
Mi madre siempre ha tenido el don. Se comunicaba con
las ánimas desde que era muy pequeña pero en su juventud conoció a ciertos
individuos que la condujeron por el camino incorrecto haciendo de su don una
verdadera pesadilla para las almas que quedaban atrapadas en este mundo,
utilizándolas como si fueran las fieras de un circo.
Fue la médium más famosa de su época. Viajó en
muchas ocasiones a París, Berlín, Nueva York, e incluso Moscú, haciendo alarde
de su don.
Después conoció a mi padre el cual la insistió mucho
en que saliera de ese mundo sabiendo que tarde o temprano repercutiría sobre su
esposa de una manera negativa.
Mi madre accedió a su petición hasta que yo cumplí
cinco años.
De modo clandestino, mi madre acudía a las casas de
las aldeanas para hacer sesiones privadas de espiritismo, hasta que un día, una
sesión se le fue de las manos y aquel espíritu colérico la siguió hasta casa.
Creo que la intención de aquella alma descarriada no era otra cosa que ser
liberara. Mas como mi madre decía “todo forma parte del juego”, ella no le
quiso liberar. Ahora le pertenecía para sus juegos de salón. Y en venganza por
ello el ánima acabó con la vida de mi padre tirándolo por un acantilado.
En esa época vivíamos en Galicia y las gentes de la
aldea, muy propensas a las creencias del más allá, afirmaban haber visto a mi
difunto padre caminando al borde del precipicio.
Desolada, mi madre decidió que nos mudaríamos a
Toledo, donde compramos esta casa a las afueras del pueblo. No siguió haciendo
rituales a terceros si no que se centró en ella misma, utilizando su tremendo
poder para apresar a cuantas almas pudiera en venganza por la muerte de mi
padre.
Esto la convirtió, con los años, en un auténtico
demonio.
Su pierna la perdió, no en un accidente, ni por la
gangrena, ella misma la ofreció como sacrificio para adquirir más poder de a
saber qué fuerza oscura.
Quise huir muchas veces pero temía que se pudiera
convertir no solo en el azote de los muertos si no también en el de los vivos,
ya que la creía capaz de matar a alguien con tal de hacerse con su alma.
Mi vida ha sido un continuo ir y venir entre ambos
mundos. Yo también podía verlos a ellos. Me pedían ayuda, pero nada podía hacer
yo. Tan inútil fui que solo la unión de estos sutiles prisioneros fue lo que
hizo posible la caída de la que en un ayer llamé madre.
El relato paró y al cabizbajo rostro de Gabriel lo
inundó la tristeza. No sé cuánto tiempo se apoderó de nosotros el silencio.
¿Qué podía decir yo? ¿Estuve a punto de morir por su negligencia, por su
estupidez, o simplemente por su temor?
-¿Puedo preguntarle algo?
Él asintió.
-¿A dónde iba todos los días? ¿Qué hacía realmente
fuera de casa?
Gabriel me puso un medallón en las manos. Era un
guarda fotos. Lo abrí, y en su interior hallé dos rostros idénticos de dos
pequeños infantes. Al niño de la derecha lo reconocí enseguida, era el propio
Gabriel, pero cuando observé al de la izquierda, el bello de mi cuerpo se
erizó, no sé si de terror o de emoción. ¡Era el niño de la casa!
-Es mi hermano Samuel. Todos los días voy a
visitarlo al camposanto.
-¿Cómo. . .?
- Murió en la casa, no sé cómo, era muy pequeño y lo
único que recuerdo es la indiferencia de mi madre hacia su muerte.
Sólo él y mi madre saben lo que ocurrió, pero él ha
sido más listo que yo y aunque le haya llevado casi treinta años acabar con
esto lo ha conseguido.
Ahora la casa no es más que cenizas y yo volveré a
la antigua casa de mi padre en Galicia.
Siento haberla involucrado en todo esto, María. Sus
poderes eran cada vez más flojos e intermitentes y pensaba que tarde o temprano
vendría la parca a visitarla. Lo que no sabía era que realmente la había
logrado esquivar. Solo quiero que acepte mis disculpas y este presente.
Me dio un sobre sellado pero al ir a abrirlo me
sostuvo las manos.
-No lo abra hasta que me haya marchado por favor.
Yo asentí, extrañada, mientras él se levantaba y
salía por la puerta. Pero al abrirlo no tuve más remedio que salir corriendo en
su busca en medio del frío de la tarde.
-¡Señor!
Él se giró y me sonrió.
-¡No puedo aceptar esto!
-Estuvo a punto de morir por mi causa y sé que su
vida vale mucho más que esto, pero por favor acéptelo o me sentiré culpable
eternamente.
-¡Es la herencia de su madre! No la puedo aceptar.
Finalmente cogió el sobre y me miró arrepentido.
-¿No hay nada que yo pueda hacer por usted para
agravar el daño?
-Nada podrá en mi vida borrar lo que pasó, y sé que
si me quedo aquí, lo ocurrido me perseguirá para siempre. ¿Podría llevarme con
usted? Yo seré su ama de llaves, y si quiere no tendrá que pagarme más que lo
necesario.
Gabriel soltó una carcajada amable, cubrió mis
hombros con su brazo y caminando de vuelta a mi casa me dijo:
-No se me ocurre mejor comienzo para una novela victoriana.
Inmaculada Martín del Campo-"13 Cuentos Misceláneos"